Por Mauricio Sanders

No amo mi patria, pero amo algunos lugares donde la encuentro concentrada. Por ejemplo, amo la plaza de San Fernando, cerca del cruce de Reforma y la calzada México-Tacuba, hoy conocida como Avenida Hidalgo. Por ahí cerca está el Caballito de Sebastián en CDMX.

En la plaza, hay una iglesia que ha estado cerrada desde el temblor de 2017. Soportan su campanario polines de madera que envejecen con la piedra de la fachada. Saqueada y rota, parece que la iglesia siempre fue una ruina y siempre lo será.

También hay una estatua de Vicente Guerrero en uniforme militar. Es una escultura bien hecha de tamaño modesto. Encima del uniforme, Guerrero está cubierto por una toga de senador romano. Entre la sombra de los árboles, parece tranquilo, aparte de las intrigas entre las logias yorkina y escocesa, los partidos políticos del México de los 1820. Con la espada desenvainada, Guerrero aguarda a que llegue quién sabe qué, quién sabe cuándo. La estatua aguardará hasta que el orín la corroa.

La muerte iguala a todos

Aledaño a la iglesia, detrás de unos portales, está un cementerio descuidado, el de San Fernando, que funcionó entre 1830 y 1870, cuando la que hoy llamamos Colonia Guerrero era el lugar de residencia de los capitalinos acomodados. Ahí yacen los restos de prohombres distinguidos, Martín Carrera, Miguel Lerdo de Tejada, José María Lafragua, José Bernardo Couto o Ignacio Comonfort. Para nosotros, los de ahora, esos son nombres de calle, pero fueron nombres de hombre, afanes, ilusiones, anhelos e ideales; tripas, bofe, corazón y sesos, que, pretendiendo gloria, obtuvieron olvido, tal vez inmerecido.

En el cementerio están las tumbas de Benito Juárez y Melchor Ocampo, de Miguel Miramón y Tomás Mejía, quienes se zambulleron en luchas que a nosotros apenas nos rozan, centralismo y federalismo, conservadurismo y liberalismo. Sin que lo supieran, la muerte, amiga igualadora, puso a estas dos parejas de enemigos en un mismo sitio. Ahora yacen en la calma que sólo aporta el tiempo.

En esa calma, podemos leer los nombres de sus lápidas y considerarlos como lo que fueron: figuras prominentes de una misma historia confusa, que nuestra ignorancia, quizá clemente, disipa, como los aguaceros de junio disipan los calores de primavera. El cementerio de San Fernando ayuda a poner en perspectiva la política.

Pero la Iglesia no se cae

La historia no se detiene. Hoy, a San Fernando y sus alrededores arriban migrantes centroamericanos, casi todos jóvenes fuertes, morenos y de cabello chino. Algunos forman familias de tres y cuatro integrantes. Quizá estos centroamericanos lleguen porque en la zona hay hoteles baratos en edificios decrépitos. Cuando no tienen para pagar la noche, duermen a la intemperie, al abrigo de los portales, frente a los sepulcros de muertos ilustres, junto a una iglesia que parece que se cae.

Pero la iglesia no se cae. Bajo una carpa de lona, un padre celebra misa los domingos, a unos cuantos metros de donde hacen bolita los migrantes, donde comparten tamales y atole, donde pernoctan sobre cartones envueltos en cobijas y hacen sus necesidades en algún rincón medio apartado. En la plaza de San Fernando, los sábados hay comercio y trueque de libros usados. Pero no es por eso que la amo.

Amo la plaza porque ahí el padre celebra misa al aire libre, cerca de un mojoncito de inmundicia humana. La amo porque, al celebrar cerca del excremento, el padre, con o sin conciencia de ello, hace símbolo del símbolo del símbolo, símbolo al cubo de mi historia, mi patria, mi pueblo y mi fe.

Hay más mitotes en mauriciosanders.com.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 19 de noviembre de 2023 No. 1480

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