Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa
Aquella tarde, yo Lucas evangelista fui a casa de María con el fin de entrevistarla. Deseaba yo escribir la historia de mi maestro. Me hubiera gustado pintarlo, porque en los ratos libres que me deja mi profesión de médico, me entretenía con esa delicia de tomar pinceles y colores y dejar flotando la imaginación en un aire traspasado de dicha.
Pero escribir. Escribir una biografía exige el dato concreto, objetivo, comprobado. Yo no tuve la fortuna de conocerlo personalmente. Nadie mejor que la madre podría hablarme del hijo. Me marché a su casa entre resuelto y pensativo. Coincido con las declaraciones de Carlos Fuentes en Nueva York: “Sin riesgos no hay arte ni literatura”.
La encontré como siempre, viviendo como cualquier mujer del pueblo. Sus flores, el horno, el tejido, las palomas. Si no hubiera estado uno en el secreto, quién iba a descubrir el trasmundo en esos ojos casi tímidos, el peso del infinito en la fragilidad de esas manos olorosas a pan. Pasa, Lucas, me dijo con una sonrisa.
Nos sentamos sobre manojos de trigo a la luz de una tarde con nubes mansamente redondas. Pensé en los rebaños de David. Pensé con santa envidia en ustedes, los periodistas del siglo XX que pueden recoger una entrevista con la alta fidelidad de las grabadoras y las cámaras. Yo solo podía contar con la memoria de amor que, después de todo, es la más fiel; porque se recuerda únicamente lo que se ama.
-¿Qué andas haciendo, Lucas?
Le conté mi propósito de escribir la historia de Jesús desde su nacimiento, con no sé qué palabras entrecortadas. Los que han escrito sobre él, pueden entenderme. Pregunten ustedes a Mauriac, Papini, Plinio Salgado, Kazantzakis, Martín Descalzo. Nadie escribe sin haber temblado. Escribir es otra suerte de sufrir.
Me tranquilizaron sus ojos. María me envolvió con unos ojos que se me abrían como hojas de palmera para defenderme del bochorno de mi turbación. Resplandecían desde arriba meciendo el aire con un verde húmedo, quebradizo, verde de arroyo, de yerbabuena, de turquesas licuadas, hojas de palmera a contraluz, aquella tarde a punto de clausurar su exposición de verdes.
María comenzó a hablarme. Lo que han oído ustedes en la misa: Lectura del santo evangelio según san Lucas. Ese Lucas soy yo. Me avergüenzo de veras. ¿Quién es uno para que lo lean en la misa y le digan santo y mucha gente viva y muera por lo que uno escribió hace veinte siglos?
María me dijo lo que aparece en el capítulo segundo de mi libro: “Y aconteció que, estando allí, le llegó la hora del parto. Y dio a luz a su hijo primogénito y lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón”.
¿Por qué no hiciste más preguntas, tú que eras pintor cuidadoso de la línea y enamorado de los matices? Basta la brevedad de mi relato para que cada cual vea y sienta a su gusto.
-No podría decirte más, Lucas. Yo estaba entonces como en éxtasis, mirando en mis manos carne viva, niño, hijo, hombre, Dios temblando. Lo envolví en pañales y lo recosté en el pesebre.
María guardó silencio. Un silencio como de adoración o de ensueño. Un silencio humilde. Simplemente un silencio. Algún ángel plegó las alas. Yo levanté los ojos encandilados. Sobre la colina, unas hojas de palmera a contraluz, quietas ante el misterio.
Artículo publicado en El Sol de San Luis, 23 de diciembre de 1989; El Sol de México, 28 de diciembre de 1989.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 24 de diciembre de 2023 No. 1485