Por Mons. Joaquín Antonio Peñalosa
Entonces si fue blanca. La primera vez. Cuando la media noche y un vasto silencio de rodillas. Pasaban los ángeles como ríos de fuego, translúcidos, las arpas de oro. Y los ojos grises del asnillo, color de paja seca. Toda la ternura de la creación se acumulaba sobre la tierra suelta del establo. Lloraba el niño. La omnipotencia inerme. Y un temblor de madre joven, la inocencia pura, la única mujer donde el mal no pudo ni siquiera posar una punta de su ala salvaje. Entonces sí fue blanca la navidad. Así fuera.
La escenografía de Belén cambió de pronto. Candelabros de plata sobre la mesa, el pavo dorado al horno, la pasta de almendras, el champagne enfriándose bajo paletadas de hielo molido, el chef, el barman, las pistas arcoirisadas para iniciar el baile, el collar de perlas cultivadas, el reloj ultraplano, el regalo, la fiesta del regalo, ¿se lo envolvemos de regalo?
El nacimiento de Cristo que hoy celebran los cristianos colinda al norte con la gastronomía, al sur con la discoteca, al oriente con el almacén de autoservicio, al poniente con una mofletuda cara de Santaclós.
¿Y la navidad? Comer mucho. Vender mucho. Comprar mucho. Un show consumista con un leve ropaje religioso. La vaciamos de contenido. Sólo queda envase. Úsese y tírese. La navidad no recuerda una bella e inocua leyenda decorada de alas, escarchas y olor de pino, sino un hecho histórico que compromete la dimensión religiosa de la tercera parte de la humanidad que son, o se dicen, cristianos.
Se trata de un niño que vino al mundo hacia el año 748 de la fundación de Roma, en Belén de Judá, un pueblito de cuatro calles, cuando reinaba Herodes el Grande como socio del imperio romano, gobernado entonces por Octavio César Augusto. Nació al descampado, en el seno de una familia de artesanos que radicó en Nazaret. Niño como cualquier otro, jugó con los niños de su edad, no fue a la escuela porque no había. Habló la lengua aramea con el acento especial del montañés de Galilea. Tuvo un nombre, se llamó Jesús. Creció en un taller donde pasó treinta años de su vida en el trabajo humilde y anónimo.
Recorrió durante tres años las aldeas y ciudades de Palestina para enseñar la doctrina del reino de Dios. No escribió ni una página, no viajó al extranjero, no habló otros idiomas. Hacia abril del 783 de la fundación de Roma, moría crucificado en Jerusalén. Venció a la muerte con su resurrección. Y después de vivir otros cuarenta días, elevóse al cielo mientras enviaba a sus discípulos a predicar su evangelio -su buena nueva- a todas las naciones. Les doy un mandamiento: que se amen.
El comienzo de esta historia es lo que los cristianos conmemoramos cada navidad. Algo más que una fiesta familiar, una costumbre bella, una ocasión para intercambiar regalos, el gran “boom” del año en las ventas.
El Salvador ha visitado nuestra tierra. La navidad será otra vez blanca, cuando los cristianos descubramos, entre tantas adherencias falsas, el misterio de Emmanuel: Dios entre nosotros.
Publicado en El Sol de México, 17 de diciembre de 1992; El Sol de San Luis, 19 de diciembre de 1992.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 17 de diciembre de 2023 No. 1484