Por P. Fernando Pascual

A veces tenemos miedo de pedir a Dios salud, o trabajo, o consuelo, o la gracia de una conversión auténtica, sobre todo si nos reconocemos indignos pecadores.

En realidad, Cristo nos invita a pedir sin miedo, incluso con atrevimiento. Dios es Padre, y se complace cuando encuentra un corazón que pide una gracia con insistencia.

Esta idea aparece frecuentemente en las homilías de san Juan Crisóstomo sobre el Evangelio de San Mateo.

Como ejemplo, en la homilía 22, que comenta Mt 6,28 y siguientes, podemos leer estas palabras dirigidas a quien tenga miedo de pedir algo a Dios por reconocerse pecador:

“No digas, pues: Dios es enemigo mío y no me escuchará. Si le insistes sin desfallecimiento, te contestará inmediatamente. Y, si no te escucha por amistad, lo hará al menos por tu importunidad. Aquí ni la enemistad ni lo inoportuno de la hora ni otra cosa alguna es impedimento ninguno. Tampoco has de decir: Yo no soy digno y por eso no hago oración. Tampoco la mujer cananea era digna y fue escuchada. No digas en fin: He cometido muchos pecados y no puedo rogar al mismo que he irritado. No, Dios no mira los merecimientos, sino la intención. Si aquella viuda del evangelio logró doblar con sus ruegos al juez que no temía a Dios ni se le daba un bledo de los hombres, ¿cuánto más no nos atraerá a Dios la continua oración, a Dios, que es la bondad suma?”

El texto sigue con expresiones sumamente audaces:

“De suerte que, aun cuando no fueras amigo suyo, aun cuando no tengas derecho a reclamarle una deuda, aun cuando hubieras consumido y despilfarrado tu herencia paterna y hubieras por mucho tiempo desaparecido de casa, aunque estés deshonrado y seas el deshecho del mundo, aun cuando le hayas ofendido e irritado, basta que quieras suplicarle y volverte a Él para que al punto lo recobres todo y aplaques su ira y anules la sentencia que contra ti pesaba”.

Un poco más adelante, y siempre desde enseñanzas del Evangelio, san Juan Crisóstomo invitaba a rezar incluso a deshora, con una confianza atrevida:

“Acudamos a hora y a deshora; o, por mejor decir, siempre es hora para acudir a Dios. La deshora es no acercarnos a Él continuamente. A quien siempre tiene ganas de dar, siempre es hora de irle a pedir. Como nunca es inoportuno respirar, así tampoco lo es el orar. Y es así que como necesitamos la respiración corporal, así nos es necesaria la ayuda de Dios. Y, si queremos, bien fácil es hacérnoslo propicio”.

Es cierto que a veces somos realmente indignos de pedir algo. Sin embargo, basta un poco de humildad para que Dios nos llene de bendiciones. Así lo explica la homilía que estamos citando:

“Porque cuando Dios nos ve indignos de recibir sus beneficios, Él se los retiene para que no nos volvamos tibios. Pero con un poco que nos convirtamos, tan pronto como reconocemos que hemos pecado, otra vez vuelve a brotar la fuente de sus gracias y otra vez derrama el piélago de sus beneficios”.

Dios se enfada cuando no le pedimos. En cambio, cuanto más le pedimos, tanto más se alegra. En palabras de Juan Crisóstomo:

“Y es el caso que cuanto tú más recibas, más se alegra Él y más dispuesto está a seguir dándote. Dios tiene por propia riqueza nuestra salvación. Y su gloria está en dar copiosamente a cuantos le piden. Que es lo que declaraba Pablo, cuando decía: Rico para con todos y sobre todos los que le invocan (Rom 10,12). Cuando Dios se irrita es cuando no le pedimos. Cuando no le pedimos, nos aparta su rostro. Él se hizo pobre para que nosotros fuéramos ricos. Para invitarnos a pedirle sufrió todos sus tormentos”.

Dios siempre tiene ganas de dar. Vale la pena recordarlo, para pedir por aquello que más necesitamos, la salvación; para pedir por familiares, amigos y conocidos; y para suplicar por un mundo que necesita urgentemente los dones que proceden de nuestro Padre que está en los cielos.

 

Imagen de Roberto Castillo en Cathopic


 

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