Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
La invitación que los ángeles hicieron a los pastores de ir a Belén y los acontecimientos que rodearon esta visita se ha convertido en tema acariciado por poetas y cantores de villancicos y posadas. Así, el nacimiento del Salvador, al que la Iglesia ha celebrado con sobriedad y gratitud infinitas, ha sido tratado con derroche de algarabía y chabacanería. Se canta al amor y a la paz, sin convicción y sin saber lo que se implora y tanto necesitamos. El misterio que allí se celebra es insondable, inconmensurable, y por lo mismo suele esfumarse entre luces y francachelas que inventa el comercio y cultiva la insensatez. El letrero latino que adorna la gruta del nacimiento dentro de la basílica de la Natividad, en Belén, dice así: Aquí nació Jesucristo de la Virgen María.
Lo que allí se lee en latín, en romance paladino, quiere decir que allí, en un pesebre, Dios nació de una Madre virgen, llamada María, por obra del Espíritu santo. Los extremos más grandes e inconmensurables se hicieron uno indisoluble en Jesús, Dios y hombre verdadero. Esto sucedió en la gruta helada y maloliente de Belén. Y piénselo usted como quiera, pero la cosa es así. Podrá quebrarse la cabeza con elucubraciones fantásticas o mitológicas, pero la cosa fue y es así, y así lo será por toda la eternidad. Allí, en Belén, sucedió el acontecimiento más grande e irrepetible que adorna nuestra humanidad: Dios se hizo hombre. Porque cuando Dios actúa, lo hace como quien es: como Dios. El evangelio nos advierte: “Porque para Dios nada es imposible”. Si Dios actuara según las capacidades humanas, ¿para qué nos serviría un Dios así? Ídolos nos sobran. Sólo por el camino de la humildad se llega a la fe, la cual torna luminoso el Misterio. Y no lo olvide, la fe amplía e ilustra la razón. El hombre debe elegir durante su vida entre el Absurdo o el Misterio. Es el Misterio quien justifica la categoría del ser pensante y trascendente que queremos ser.
¿Para qué tomó el Hijo de Dios un cuerpo como el nuestro, tan lleno de miserias y pecados? Precisamente para hacerlas suyas, y librarnos del peso que oprimía nuestras vidas y consciencia. El Hijo de Dios se hizo hombre para reconciliarnos con Dios, de cuya amistad nos habíamos separado. Asumió todo lo humano que hay en nosotros, menos lo diabólico, es decir, el pecado. El pecado reinaba en nosotros, y de ese yugo nos vino Dios a liberar. Todos los pueblos de la tierra, y mucho más el pueblo hebreo, experimentaban esa esclavitud, de la que buscaban liberarse. De ahí los sacrificios “por el pecado”. Pero, todas las víctimas estaban marcadas por el pecado. Sólo Dios podía, por pura misericordia, apiadarse de nosotros. Fue su Hijo quien se ofreció al Padre como víctima propiciatoria nuestra y, para eso, necesitaba un cuerpo mortal que ofrecer en sacrificio por nuestros pecados. Eso lo hizo en la cruz.
Ya desde la encarnación y nacimiento en Belén el sacrificio del Calvario está presente en la vida de Jesús. Él dijo a su Padre: No quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo… En virtud de esa voluntad quedamos consagrados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo, “hecha de una vez para siempre”, dice la carta a los hebreos (10, 5ss). Sólo quien fuera solidario con ambas partes, con Dios y con el hombre, podría reconciliar al hombre con Dios, pues “lo que no es asumido no es redimido”. Sólo y únicamente Jesucristo pudo redimirnos y ser así el “Redentor del hombre”. Esto sucedió allí en Belén. No equivoque el camino.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 7 de enero de 2024 No. 1487