Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

Si la suegra de Pedro fue sanada por Cristo de su fiebre (cf Mc 1, 29-39), hoy en día necesitamos que el Señor nos sane de la fiebre de las ideologías malsanas y polarizantes, de las idolatrías del poder, del ego y de las autocracias; que nos cure del olvido de Dios. Esta situación lamentable nos ha llevado a infravalorar la vida humana cuyos frutos de muerte y violencia, están a la vista; se ha destruido la dignidad del hombre por tantas mentiras y confusiones e impunidades; se ha hecho labor de zapa a toda ética y a la cultura de las buenas costumbres.

‘La Caridad en la Verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida terrenal y, sobre todo, con su muerte y resurrección, es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad’ (Benedicto XVI, Caritas in Veritate, nº1).

Él es el centro, la clave para acceder al sentido radical de la vida y para obtener la salvación, raíz de todos los bienes, naturales y sobrenaturales.

Donde se ignora a Dios y no se le respeta, también se desconoce al hombre y se pisotea su dignidad. Si se entiende que la persona humana es imagen de Dios difícilmente se violará su dignidad.

Jesús predica el Reino de Dios que es el anuncio gozoso de su presencia entre nosotros.

Volver a Dios implica necesariamente volver a la persona humana. Nuestra conversión en Cristo implica vivir la comunión con Dios y con los hermanos, los humanos.

Cristo ha venido para reconciliarnos con su Padre y nuestro Padre.

Se da un desequilibrio trágico, cuando se prescinde de Dios. ‘La creatura sin el Creador desaparece’ (Get Sp 36), se diluye.

Jesús está también atento al dolor de la gente; se compadece ante tanto sufrimiento y las miserias de la gente. Él nos contempla con su Corazón; ve nuestras deficiencias y males. Él puede sanarnos y descubrirnos ‘el valor salvífico del sufrimiento’ (Juan Pablo II).

Cuando estamos enfermos todos necesitamos el calor humano, más que explicaciones doctas; consolar, -cum solus, es acompañar al que está solo, sobre todo en esa situación vulnerable. Acompañar al enfermo en momentos de depresión, cuando se han cercenado todos sus horizontes, devolver, con humildad la esperanza.

Como lo recuerda san Pablo a Timoteo ‘si con Él sufrimos, con Él reinaremos’. Tender la mano al enfermo, abrazarlo, ofrecerle el calor de nuestra amistad y el fervor de nuestra plegaria, en Cristo por cuyas heridas hemos sido sanados.

 

Imagen de Melanie Santillan en Cathopic


 

Por favor, síguenos y comparte: