Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa

El caso es tan urgente como que es preciso tocar el timbre de alarma, traer al médico, llamar a los bomberos. Sucede que la mayoría de los mexicanos no sabe escribir correctamente su idioma y, lo que es más grave todavía, no le interesa la corrección. Somos, cada día más, un pueblo anti-ortográfico. Nos da lo mismo la ve chica que la be grande, al fin que se oyen igual y al buen entendedor tales diferencias salen sobrando.

No se trata de minucias bobas eso de confundir perpetuamente la ce con la zeta y olvidar la hache sin riesgo de reclamo, como que la pobre es muda de nacimiento. Se trata de una enfermedad crónica y contagiosa con la que hemos descuartizado la escritura dando al traste al idiNo saber escribir el idioma natal es, además de ignorancia supina y fracaso de enseñanza, un doloroso síntoma de desmexicanización.

Faltas de ortografía, las encuentra uno desde los parvulillos semilactantes –lo que es comprensible y perdonable–, hasta los enfáticos ejecutivos y los profesionistas ufanos de grados y posgrados.

Conozco secretarias bilingües que cuidan mucho más la ortografía de las cartas que escriben en inglés que aquellas que redactan en español. Si un estudiante escribe en el examen “New York Siti”, lo reprueban ipso facto; pero si escribe “siudad de Juanaguato”, aquí no pasa nada, si acaso repetir la prueba. El colmo de los colmos: cuidar más la ortografía de un idioma extranjero que la del propio. En casa del herrero (¿o del errero, del verbo errar?), azadón de palo.

¿Por qué nuestro desconocimiento, indiferencia o desdén a lo que debe ser bien escrito, que tal es la definición etimológica de orto-grafía?

El mal arranca desde la propia raíz educacional, ya que las aulas de primaria y secundaria no enseñan debidamente el arte fundamental de saber escribir nuestro idioma, o la clase de ortografía queda relegada a segundo plano, materia de relleno y retazo de tiempo.

Por otra parte, el mexicano medio no escribe ortográficamente, por la rotunda razón de que apenas escribe en su vida, salvo algún número telefónico, una carta cuando el accidente del abuelo, algún recado urgido en demanda de préstamo. Ni siquiera faltan “escritores” –de café–, que jamás escriben, a no ser en su imaginación y en futuro imperfecto.

Nuestra anti-ortográfica manera de escribir, explícase también porque el mexicano apenas lee; prefiere oír (el radio) y ver (la televisión). Mucho más que tipográfico, es audiovisual. Su infinita flojera por la palabra escrita queda compensada con creces por las cataratas de palabras oídas y habladas. Un joven a los 18 años ha visto quince mil horas de televisión contra doce mil horas de clase.

Añadamos esa moda extravagante con que cualquier animal bípedo implume destruye la esencia del idioma y, cual si fuera su dueño y hacedor, inventa faltas de ortografía, abultadas y estrambóticas, para nombrar hijos, artículos comerciales y negociaciones: Mariza, Esthephanía, El Korral Pissería, Azzul, Moddas Kamisetta y el cuento de nunca acabar. La originalidad nunca fue ignorancia, cursilería y extranjerismo.

Publicado en El Sol de San Luis, 25 de febrero de 1989.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 28 de enero de 2024 No. 1490

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