Por Jaime Septién
Grande es el hombre que sabe permanecer quieto, en su lugar, sin tener que ir afanosamente de un lado al otro, esperando siempre que ese “otro lado” sea mejor que el que ocupa actualmente.
No es un elogio a la flojera. Es un elogio a la racionalidad frente a un mundo que privilegia lo inmediato. “Mejor arder que durar”, parece ser el lema de muchos de nuestros contemporáneos, de nosotros mismos.
La duración aparece hoy como una debilidad. El matrimonio, por ejemplo. Conozco parejas que han durado cinco o seis años de novios y se separaron al primer mes de convivencia. “No encajábamos”, dicen con cierta nostalgia. La nostalgia de pertenecer.
El poeta Luis Cernuda decía que no conocía otra libertad que la libertad de estar atado a otro. Y es verdad. Confundimos libertad con ausencia de sacrificio, con la irresponsable condición de quien hace lo que le da la gana. Muy pocos son los que piensan en el vecino. En la calle, de pronto, escuchamos pasar a tipos con una bocina a tope, escuchando corridos tumbados que tienen que gustar a todos. Más cuando están detenidos en un semáforo…
“Cada día tiene su propio afán”, dice Jesús. Y cada momento es valioso. Sin embargo, cada día tiene, también, su propia proporción de paciencia. Para conmigo, para con los demás. Paciencia no es aguante: es amor. Y el verdadero amor es perdurable.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 17 de marzo de 2024 No. 1497