Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
El Solemne Triduo Pascual, se inicia con la misa vespertina del Jueves Santo de la Cena del Señor, tiene por centro la Vigilia pascual y concluye con las vísperas del Domingo de Resurrección.
Jesucristo cumple la obra de la redención de la humanidad y con la glorificación de Dios Padre por su Misterio Pascual. Al morir destruyó nuestra muerte y al resucitar restaura la vida. Esto implica la Pasión y la Resurrección del Señor, punto cimero de todo el ciclo litúrgico; de aquí la preeminencia que tiene el Domingo. Es el día en el cual es inmolado ´Cristo nuestra Pascua´.
Por este Misterio Pascual Cristo, el Señor destruyó nuestra muerte y restauró la vida.
El Triduo Pascual lo señalamos en la Semana Santa, el Jueves Santo de la Cena del Señor, el Viernes santo de la Pasión del Señor y la Vigilia Pascual Sábado Santo por la noche unido al Domingo de Pascua, la alborada de la Resurrección.
En el JUEVES SANTO nos centramos particularmente en los tres regalos del Señor que implican su misma autodonación: la Institución de la Eucaristía, en la cual a modo sacramental se nos entrega como expresión de su Amor total; el Sacerdocio como prolongación de su ministerio de servicio salvador, caritativo y misericordioso en favor de todos los humanos; el Mandamiento nuevo del Amor, significado en el lavatorio de los pies, acto de humilde entrega, que lo ha de ser hasta la muerte y comporta la síntesis del Evangelio como mandato, ‘ámense como yo los he amado’ y ‘nos amó hasta el extremo’
En la lectura del libro del Éxodo (12, 1-8.11-14) se habla de la cena pascual del cordero, como símbolo de la liberación de la esclavitud en Egipto. Se tiene el ‘haggadah’ pascual o narrativa del recuerdo de esta liberación; Israel nunca debe olvidar este acontecimiento que se presencializa a modo de vivencia litúrgica. En este recuerdo simbólico, se daba la ‘berakhá’, que se dice ‘eulogía ‘o ‘eucaristía’ en griego traducido por estas dos palabras que completan el sentido hebreo; significa la primera bendecir y la segunda dar gracias al Señor por sus obras admirables, particularmente, ésta de la liberación de la esclavitud de Egipto.
Cristo Jesús, antes de padecer en la Cruz celebró esta cena la noche anterior. En este contexto instituye la Eucaristía, como entrega sacramental de su Cuerpo y de su Sangre (1 Cor 11, 23-26). Él es ahora el Cordero que se entregó así mismo, como una ‘ot’ o acción real y profética de la entrega de su Cuerpo y de su Sangre, de él mismo. Él es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, como lo anunció san Juan Bautista. Así perpetúa su entrega en este admirable sacramento, para todos los tiempos, hasta la consumación de la historia. Así celebramos en comunión con los Apóstoles a través de los siglos, la Eucaristía, Nueva Pascua de la Nueva y Eterna Alianza.
Este ‘haggadah’ cristiano, celebra la acción salvífica de Dios en la memoria del sacrificio de la Cruz y de la Resurrección del Señor.
Cristo es el único Mediador de la Nueva Alianza (1 Tim 2; Heb 9, 15). Por medio de Él tenemos acceso al Padre (Ef 2, 18). Cristo es el Sacerdote Sumo; los demás participan de su sacerdocio. Así en el Prefacio de la ordenación se nos dice: ‘Constituiste a tu único Hijo Pontífice de la Alianza nueva y eterna y determinaste, en tu designio salvífico, perpetuar en la Iglesia su único sacerdocio’.
Cristo para garantizar su presencia y su acción en la Historia, al mandar en la Institución de la Eucaristía, ‘hagan esto en memoria mía’, constituye a los Apóstoles los continuadores de su mediación sacerdotal. No lo sustituyen; son diríamos, personas sacramento de su presencia, de la persona de Cristo y de su acción entre nosotros. Los sacerdotes, como dice el Papa Benedicto XVI, “podemos hablar con su ‘yo’: in persona Christi, Jesucristo quiere ejercer su sacerdocio por medio de nosotros”. Por la imposición de las manos nos ha hecho participar de este misterio que nos sobrepasa, que nos abruma. A través de nuestras limitaciones y miserias, sobresale él, porque ‘nos amó hasta el extremo’. Hemos de estar bajo la protección de su Santísimo Corazón Sacerdotal. Nuestro sacerdocio donado por Jesús es para ponernos al servicio del Amor y de su Amor, a pesar de nuestras insuficiencias. Llevamos en nuestro ser de barro el ser específico de Jesús, Sacerdote y Víctima.
Este es un gran regalo del Corazón de Cristo, para todo el Pueblo de Dios y para toda la humanidad.
Como dice el Papa Francisco, “Un sacerdote debe tener un corazón suficientemente ‘ensanchado’ para dar cabida al dolor del pueblo que le ha sido confiado y, al mismo tiempo, como el centinela, anunciar la aurora de la Gracia de Dios que se manifiesta en ese mismo dolor”. De aquí la importancia de sus cuatro cercanías con Dios, con el pueblo, con el obispo y con otros hermanos sacerdotes.
El Mandamiento del Amor, el tercer regalo del Corazón sacerdotal de Cristo: ‘ámense como yo los he amado (Jn 13, 34). Nos ha amado hasta la muerte de Cruz. Este amor de donación, de total entrega es el ‘santo y seña del discípulo de Cristo (cf Jn 13, 35). Por eso en Cristo se deben desterrar los odios, los rencores, las envidias. Hemos de amar a los enemigos como él ( cf Lc 23, 34).
En este mandamiento no cabe dar vuelta a la página; es consustancial con el discípulo de Cristo, amar como Él, en Él, por Él y con Él. Por eso toma el oficio de esclavo, lava los pies, así nos purifica, por el baño del bautismo y de la penitencia, para acercarnos a la mesa del Padre y de los hermanos, los humanos.
Dios en Cristo Jesús no pone límites a su amor; somos nosotros los que, por el egoísmo, por la soberbia, el poder y el éxito, ponemos los límites a su Amor. Ante él no tienen cabida las autosuficiencias.
La Eucaristía, el Sacerdocio y el Mandamiento del Amor, son los tres regalos que hacen presente a Cristo de diversas maneras y revelan su Amor tierno y su caricia infinita a la humanidad de todos los tiempos.
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