Por Arturo Zárate Ruiz
Un niño de seis años le preguntó al Cura de Ars si podía jugar, o se dedicaba a estudiar como quería su madre. Para sorpresa de ésta, el santo le dijo al niño: “juega”. ¿Y por qué no, si los adultos requerimos momentos para ello, más aún los infantes cuando todavía no se les exigen grandes responsabilidades? Es más, verlos jugar nos permite meditar sobre varias cosas.
Entre ellas, reconocer que jugar, como muchas otras actividades en la vida, puede gozarse por sí mismo, no por un fin ulterior. Digo esto por esa obsesión de algunos padres de asegurarse de que los juegos de los niños sean educativos. Que no aprenden las letras, tampoco los números, entonces, no sirven. Pero que sean sus juegos “inútiles” no quiere decir que no valgan la pena. A brincar en los charcos, pegar la cara en un vidrio y gesticular, construir o tumbar castillos de arena, pisar los ladrillos sin tocar las junturas no hay que exigirles propósitos. Basta que sean divertidos. Cuestionar que no aporten nada más es como subordinar el apreciar el aroma de las acacias, escuchar el vuelo del colibrí o alegrarse por un beso a sus resultados. De hecho, hay algo erróneo en decir que “los niños son el futuro de México”, como si la existencia de ellos se justificase en la medida que sirvan a nuestro país. Más bien, México es el que debe contribuir al futuro de esos niños. Son ellos un fin en sí mismos como cualquiera de nosotros, los seres humanos.
Por supuesto, hay juguetes que se compran y muchas veces son divertidos. Pero los niños —y también los adultos— no necesitan siempre gastar dinero por ello. Basta que los niños se junten para las escondidas o los encantados; no más que un palo y una pelota de hule para los bateados; nada más esa pelota para los cachados; sólo un palo mediano y uno más chico para el “changai” (bueno, también hacer un hoyito en la tierra). De niño me entretenía mucho juntando caracoles de mar, renacuajos, aun sapos y culebras; también poniéndole obstáculos a las hormigas o alborotándolas con chorros de agua en su hormiguero. Me cubría la cabeza con una bolsa de plástico vieja (hoy no pocos adultos se preocuparían por dizque el peligro de asfixia). Me convertía así, ¡huy!, en “agua mala” (una medusa común en el Golfo de México con tentáculos muy tóxicos). No se compró un tablero muy caro para “jugar a la guerra”; bastaba un papel cuadriculado para que cada combatiente colocase allí su “armada”. Cualquier rama servía de pistola para “balear” al “enemigo”. Una piedra bonita simulaba un coche de carreras en el caminito que se hacía de tierra.
De hecho, no se necesitan ni juguetes para jugar. Basta que un niño se encuentre con otro. Nomás de verse, se vuelven torbellino; si son tres o cuatro, tenemos un huracán.
Es triste que en ocasiones los niños no se puedan juntar.
Ocurre a veces porque, reconozcámoslo, los niños no son angelitos. El pecado original también les afecta, aún muy chiquitos. No son ajenos a las pasiones de la envidia, la codicia o la soberbia. Ello explica que deseen juguetes más caros que los de su compañerito, aunque el gusto de poseerlos no les dure ni cinco minutos. Explica además que rechacen y se burlen de otro, un chiquillo tal vez más débil, tal vez un poco diferente. El caso es que, por la sinrazón que fuere, un grupillo margina, maltrata al “patito feo”. Sí, los niños pueden ser muy crueles.
La soledad afecta a muchos niños ahora. No es, sin embargo, porque las formas de marginación hayan aumentado. Tampoco es por la proliferación de aparatitos que los hipnotizan a punto de que no se dan cuenta de lo que ocurre a su lado. Es simplemente porque ya no hay, como abundaban antes, otros niños. No hay chiquillos con quien juntarse a jugar. De haberlos, también habría torbellinos y huracanes como los había antes.
Desde que salieron con eso de que “la familia pequeña vive mejor” no sólo disminuyeron los niños, además se evitan a punto de que ya no nacen. Dizque así se pone freno a la destrucción del planeta. Más bien nos encaminamos a la extinción de los seres humanos. En cualquier caso, los pocos niños que ahora vienen al mundo raramente tienen el gusto de jugar con amiguitos.
Imagen de Hai Nguyen Tien en Pixabay