Por P. Fernando Pascual
En la vida espiritual existen diversos peligros. Uno de ellos es la superficialidad o ligereza.
¿En qué consiste? En un vivir sin dar importancia a las cosas, como si fuera indiferente hacer o no hacer el deber, vivir o no vivir con atención los mandamientos.
San Doroteo de Gaza explicaba algunos peligros de la ligereza espiritual en una conferencia dedicada al temor de Dios. Primero, citaba unas palabras de otro monje, Agatón: “No hay pasión tan perjudicial como la ligereza de espíritu. Ella es la madre de todas las pasiones”.
En seguida, Doroteo notaba el gran daño de esa ligereza: aleja al alma del temor de Dios.
¿Cómo describir la ligereza espiritual? Se trataría de algo multiforme, con diversas manifestaciones. Aquí se recogen algunas señaladas por san Doroteo. El primer ámbito se refiere a las palabras:
“La ligereza de espíritu es multiforme. Se manifiesta en el hablar, en los contactos y en las miradas. Es ella la que lleva a pronunciar discursos grandilocuentes, a hablar de cosas mundanas, a hacer bromas o provocar risas disolutas”.
Después se indican modos erróneos de tratar a otros: “Es por ligereza por lo que se toca a alguien sin necesidad, por puro placer, se lo acaricia o se toma alguna cosa de él o se lo mira detenidamente”.
De esta manera, poco a poco el alma se hace insensible y descuida asuntos más importantes, hasta perder el respeto y dejar a un lado los mandamientos. Así lo explicaba Doroteo:
“Sin respeto no se puede honrar a Dios ni obedecer ni una sola vez algún mandamiento. No hay nada más abominable que la ligereza, porque es la madre de todas las pasiones, aleja el respeto, expulsa el temor de Dios y da a luz el desprecio”.
En concreto, desde la ligereza comienza ese terrible mal de la murmuración, que distrae el alma y puede hacernos despreciar a otros.
En efecto, por culpa de la ligereza espiritual “unos son descarados con otros, o […] hablan mal uno de otro, y se hacen daño mutuamente. Uno de ustedes ve una cosa poco edificante y va enseguida a murmurar y volcar todo eso en el corazón de otro hermano”.
El daño que uno recibe en sí mismo por su dispersión y superficialidad se contagia, poco a poco, a los demás, desde murmuraciones y chismorreos que destruyen la buena fama de familiares o conocidos.
Un remedio eficaz ante este peligro consiste en aprender a respetar a otros. Así lo señalaba nuestro santo: “Por eso al dar los mandamientos de la ley Dios dijo: Que los hijos de Israel sean respetuosos (Lv 15,31)”.
Ese respeto lleva a guardar la lengua, a un sano control sobre lo que decimos. “Ninguno hable con maldad a su hermano ni lo lastime con sus palabras, con sus actos o gestos o de cualquier otra manera. Tampoco seamos susceptibles. Si uno oye alguna palabra de su hermano no se sienta herido ni le responda mal para no quedar enemistado con él. Eso no corresponde a gente que lucha, ni conviene a quienes quieren ser salvados”.
El temor de Dios se conserva, por lo tanto, gracias al respeto y cariño hacia los demás. Sobre todo, con un acto sencillo de humildad y reverencia:
“Tengan temor de Dios, pero unido al respeto. Cuando se encuentren, inclinen la cabeza delante del hermano y, como hemos dicho, que cada uno se humille delante de Dios y de su hermano negando su propia voluntad. Es muy bueno hacer esto: humillarse delante del hermano y anticiparse a honrarlo. El que se humilla saca más provecho que el otro”.
En un mundo lleno de palabras vanas, de mensajes superficiales, de críticas y murmuraciones, la ligereza espiritual adquiere una fuerza terrible, daña los corazones y nos aparta del temor de Dios.
Por eso conservan su fuerza los consejos de san Doroteo de Gaza, que invitan a respetar y, sobre todo, amar, a nuestros hermanos.
(Los textos aquí recogidos proceden de la Conferencia IV, sobre el temor de Dios, de san Doroteo de Gaza).
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