Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
Nos parece muy lejano en el tiempo y en el espacio, el Acontecimiento de la Resurrección de Cristo el Señor. Por supuesto; median más de 2000 mil años.
No somos privilegiados ante la inmediatez del hecho. San Pedro, Santa María Magdalena, los Apóstoles, los discípulos de la primera comunidad cristiana, el mismo San Pablo en su camino de Damasco, se encuentra con Jesús Resucitado y ya su vida cambiará del todo: anuncia que Cristo murió y resucitó para salvarnos. Da su testimonio 56 años d.C.: “Porque les trasmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras, que se apareció a Cefas (Pedro) y, más tarde, a los Doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, la mayoría de los cuales vive todavía, otros ya han muerto. Después se apareció a Santiago y luego a todos los apóstoles. Y por último se me apareció también a mí que soy como hijo nacido a destiempo” (1 Cor 15, 3-8, traducción ‘Biblia de la Iglesia en América).
Podríamos añadir una cadena inconmensurable de Santos canonizados y no, que han tenido esa experiencia extraordinaria de su encuentro con Cristo Vivo, testificadas por sus palabras sencillas, modestas y también por sus obras, algunas extraordinarias que perviven entre nosotros; pero y la gran cantidad de ellas conocidas por los cercanos e ignoradas por los muchos, ‘los santos sin retablo’, dan fe de su comunión de amor con Jesús Cristo vivo.
Ahí está el patrimonio cultural de la Iglesia, en arquitectura, en obra pictórica, en orfebrería, en obras musicales y poéticas, una narrativa teológica inconmensurable y del magisterio de la Iglesia, todo este acerbo, de todos los tiempos y lugares, dan fe de ese Jesús que fue inmolado y ha resucitado.
Sobre todo, hemos de valorar la Eucaristía como Sacramento admirable de su presencia entre nosotros. Este pasaje de san Lucas (24, 13-35), nos da fe este hecho extraordinario: reconocer a quien fue crucificado, ha resucitado y está en medio de ellos; anteriormente se hace compañero del camino. Conoce su tristeza porque Jesús de Nazaret fue crucificado; por eso se regresan a su aldea de Emaús. Jesús todavía de incognito les recrimina su dureza de corazón y les muestra la riqueza de las Escrituras con esa conclusión final. ‘Era necesario que el Mesías padeciera para así entrar en su gloria’. Su corazón arde y le piden al caminante desconocido que se quede con ellos, porque atardece. Jesús accede. Toma pan, pronuncia la acción de gracias y los ojos de los discípulos se abren y el Señor desaparece y vuelven a Jerusalén para dar su testimonio.
Es pues la Eucaristía, Cristo mismo inmolado y resucitado, que vive entre nosotros. De esta manera la Iglesia alimenta su vida, su fe, su esperanza y su caridad, a través de los siglos y en todos los lugares. ¡Qué admirable Sacramento de su presencia real y sustancial entre nosotros!
Previa a la Liturgia del Sacramento, tenemos la Liturgia de la Palabra para que nuestro corazón arda ante la escucha y la meditación de la Palabra de Dios, tanto del Antiguo Testamento como textos del Nuevo Testamento, privilegiando el Evangelio de Jesús.
Valdría la pena para tener la experiencia de Cristo Resucitado y Viviente, que agendáramos el hacer individualmente, en familia o en comunidad la Lectura orante de la Palabra de Dios, orar la Palabra con nuestra propia vida.
Expongo sus partes esenciales: invocación al Espíritu Santo; lectura pausada del texto escogido ( puede ser del Nuevo Testamento, los Evangelios o las Cartas, secuencialmente escogidas o la liturgia del día), leer dos o tres veces para saber qué dice la Palabra de Dios; después qué me dice a mí en lo personal; ver mi pequeño mundo, la realidad social, los acontecimientos familiares o sociales, acompañados de Jesús y le preguntamos ¿Tú cómo ves esto, qué dices de esto, qué debo hacer?; responder a la Palabra con una oración motivada por el sentido de la Palabra orada ( petición, acción de gracias, adoración, alabanza, petición de perdón; compromiso personal y además se puede hacer un compromiso de familia o / y de comunidad. Finalmente se puede rezar el “Alma de Cristo, Santifícame…” porque estamos comulgando a Jesús como Palabra; podemos añadir alguna otra como ‘El Padre Nuestro’, el ‘Ave María’, también alguna de nuestro devocionario, pero siempre atentos al consejo de Santa Teresa: saber lo que se dice y a quién se le dice.
Así que no revivamos con nuestro alejamiento, diríamos la primera parte de los discípulos del camino de Emaús. Podemos estar tristes por la mediocridad y escándalos en la Iglesia y alejarnos de ella; pero Jesús resucitado está con ella. Hablemos de Cristo crucificado, leamos las Escrituras y descubrámoslo en la ‘Fracción del Pan’, en la Santa Eucaristía, en la Santa Misa, descubramos y vivamos nuestra comunión con Él, cuyo Amor a triunfado sobre todo.
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