Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa

Tal como está de imperante y contaminante el consumismo, duda uno quién posea mayor imaginación en este mundo del marketing y de shoping y del import-export, si el artista que parecía tener la exclusividad de la fantasía, o el productor-vendedor que parecía vivir en el submundo obtuso y prosaico de la materia. El comercio no solo se ha convertido en una sutil profesión académica, sino además en un arte verdadero. Para idear una camiseta deportiva que se venda luego, se necesita de igual inspiración que para escribir un buen soneto. Las Musas trabajan hoy doble turno.

Diga usted si no es inspiración, la de la firma comercial Namseco Corporation que, en la ciudad de Sponake del Estado de Washington, está vendiendo unos fantásticos videocasetes (por favor, sin doble ese ni doble t, que en español son inútiles las letras repetidas). Cuando alguien muere, la empresa fabrica rápidamente un videocasete que narra las principales etapas de la vida del difunto con las fotos y recuerdos que facilita la familia del desaparecido; de suerte que mientras el cadáver yace en el ataúd y se celebran los funerales, los deudos pueden gozar —perdón—, pueden ver bajo el velo de sus lágrimas, la historia verdadera del finado. Los parientes, hasta la tercera y cuarta generación, se apresuran a comprar el conmovedor souvenir funerario.

En Estados Unidos, también, fue un éxito de venta un disco mudo en el que no estaba grabado nada, absolutamente nada, ni una canción, ni un trino de calandria, ni siquiera un suspiro. Pero en la cubierta del disco venía la receta de un sabio psiquiatra que recomendaba a la gente aburrida, alterada de nervios, malherida de estrés, que escuchara este disco afónico. “El silencio cura de inmediato”, pronosticaba el psicoterapeuta, y la gente se sentaba a “oír” el disco en espera del milagro. Nadie se curó de los nervios, pero el disco se agotó. Ese fue el milagro que obró la imaginación comercial.

Nadie diga zape hasta que escape. Estando este servidor en el Aeropuerto de Orly, compré en alguna de sus bellas tiendecillas, nada menos que “Sire de París”. Sobre el mostrador se levantaba una torre de pequeños botes de hojalata, cerrados por todos lados, decorados con flores de llameante colorido y con un rótulo que confesaba lo que el bote contenía. Sobre aviso no hay engaño. El rótulo decía: “Aire de París”, y así era en efecto; porque, de abrir el bote, se hubiera escapado el aire. En un rato, los turistas —esos niños golosos y crédulos—, acabaron con la torre de pequeños botes. ¿Quién no quería tener en su escritorio un frasco con aire de París?

El ilustre escritor André Maurois que murió octogenario, cuenta en su Carta abierta a la juventud de hoy —este su testamento espiritual—, que en Inglaterra se anunció con gran ruido de publicidad, brazo derecho del consumismo, un concierto silencioso de piano. Llegado el día, la sala estaba llena. Agotadas las entradas. El virtuoso del silencio se sentó delante del teclado simulando tocar, pues todas las cuerdas habían sido retiradas. Algunos asistentes miraban de reojo a sus vecinos para saber si debían protestar. Los vecinos permanecían impasibles, el auditorio seguía absorto los movimientos del pianista. Después de dos horas de silencio, el concierto concluyó. El pianista se levantó y saludó. Cálidos aplausos lo despidieron. Al día siguiente, por televisión, el músico silencioso, comentando la historia, declaró: “Quise ver hasta dónde llegaba la estupidez humana, es ilimitada”.

Publicado en El Sol de San Luis, 2 de septiembre de 1989.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 12 de mayo de 2024 No. 1505

Por favor, síguenos y comparte: