Por Jaime Septién
Mis pocos lectores, mi mujer y mis hijos están un poco hartos de tantas citas que les receto de G. K. Chesterton. Ni modo. No me arrepiento de difundir, así sea desde esta pequeña columna, los dichos de ese enorme (en sentido real y figurado) escritor, periodista, ensayista, poeta y polemista, quien se convirtió al catolicismo un 30 de julio de 1922 en el Railway Hotel, en Beaconsfield, Inglaterra.
Hace poco me encontré con la frase que resume a la perfección la caída moral (espiritual, política, interpersonal) que sufre nuestro mundo: “El hombre está hecho para dudar de sí mismo, no para dudar de la verdad, y hoy se han invertido los términos”. En otras palabras: la verdad no es la verdad si no la digo, la pienso o, tan siquiera, la avalo yo.
Cuando uno mira las campañas políticas –por citar tan solo un ejemplo—se encuentra con que los candidatos al puesto que sea hacen promesas que saben que no tienen ni cómo ni con qué cumplirlas. Piensan que los ciudadanos son imbéciles. Y que, si ellos dicen que va a bajar la inflación a cero o construir cinco mil viviendas por hora, dudan de la verdad pero no dudan de que ellos encarnan “otra verdad”.
En el plano personal, la cuestión se agiganta. ¿Cuántas parejas se casan y no llegan ni al año cuando ya están buscando abogados para divorciarse y “rehacer” su vida? No digo que en algunos casos la separación sea el mal menor, no. Lo que se ve en la mayor parte de los desencuentros es la sombra alargada del egoísmo: “mi verdad es la verdad, la tuya no vale”.
Una democracia que se respete resulta poco menos que imposible con políticos y ciudadanos que se sienten, se creen dueños de la verdad porque no dudan de sí mismos. Es el egocentrismo lo que mata el bien común, la vida buena, actuar juntos.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 21 de julio de 2024 No. 1515