Por Mauricio Sanders

Al recorrer ciertas calles de México, se me figura que deambulo por un escenario vacío, donde resuenan los débiles ecos de los estruendos fragorosos que hicieron trágicas vidas humanas que, para nosotros, ya no significan nada. Por ejemplo, eso me pasa cada vez que paso por una calle Matamoros. Hay miles de calles que llevan el nombre de don Mariano Matamoros. ¿Pero alguien sabe por qué?

“Pues fue un héroe de la Independencia”, me dirán muchísimos. “Sus restos reposan en el Ángel”, me dirá alguno. Pero yo me quedo igual. A mis oídos, “Héroe de la Independencia” es un cliché. Yo quisiera saber qué significa. Quisiera leer un poema épico de un verso, cada vez que leo la placa de una calle que se llama Matamoros.

Al igual que Hidalgo y Morelos, Matamoros fue cura. Nacido en la Ciudad de México, su familia clasemediera destinó sus ahorros a financiar la carrera eclesiástica de su hijo Mariano. Pero sucedió que, a Mariano, en vez de nombrarlo responsable de una parroquia comodona en un barrio popof, lo mandaban a puestos de segunda en pueblos bicicleteros ubicados allá donde el aire da vuelta. ¿Por qué? ¿Porque era un mal presbítero y sus superiores lo sabían?

Estando Matamoros como encargado provisional en Jantetelco, el puesto más importante que llegó a ocupar, Hidalgo dio su grito en Dolores, Morelos lo secundó y Venegas, Calleja e Iturbide se lanzaron a detenerlos. En el sangriento desgarriate que se armó, un acusador anónimo pasó el chisme de que el cura de Jantetelco simpatizaba con la insurgencia. Matamoros ha de haber tenido cola que le pisaran, pues escapó de su parroquia y se unió a Morelos. ¿Por qué? ¿Porque tenía unas deudas vencidas? ¿O porque lo enamoró una agenda política?

En pocos meses, Matamoros se destacó como feroz y organizado comandante nato. Como sabía leer y escribir, Morelos lo nombró su lugarteniente, por encima del analfabeto Hermenegildo Galeana, que también tiene sus calles con sus placas que ya no nos dicen nada. Los triunfos de Matamoros duraron menos de año y medio. En una de esas balaceras sin ton ni son de que están llenas la Independencia y la Revolución, los realistas lo capturaron. Con la captura, Matamoros se convierte en un personaje digno de un Rodolfo Usigli o un Jorge Ibargüengoitia.

A Matamoros lo excomulgaron. Algo debió pasar en su corazón, que la pena eclesiástica le causó angustias infinitas, incomprensibles para estos tiempos incrédulos. Antes de que lo fusilaran, pidió perdón por haberse metido de insurgente, en una carta sentidísima que debía hacerse pública y servir como advertencia a los habitantes del Bajío. A resultas de la carta, el obispo Abad y Queipo devolvió al cura Matamoros el derecho de confesarse y comulgar antes de ser ejecutado. Algo semejante hicieron Hidalgo y Morelos.

El Usigli o Ibargüengoitia que escribiera la obra de teatro sobre Matamoros tendría que resaltar que luchaba bajo una bandera rojinegra que tenía bordada la divisa: “Inmunidad eclesiástica”. ¿Por qué? ¿Por qué usaba esos colores tan violentos en su bandera? ¿Por qué pelear bajo esa divisa? ¿Es que lo más caro para el corazón de este Héroe de la Independencia eran unos privilegios inveterados de la Iglesia y no la existencia de un ente jurídico que acabaría por llamarse Estados Unidos Mexicanos?

Al recorrer las calles de mi país, quisiera que, para mí y mis paisanos, el nombre “Matamoros” tuviera más significado. Quisiera que, cuando fuéramos a comprar tortillas o tornillos, nos preguntáramos como niños: “¿Por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?” Quisiera que los mexicanos no nos contentáramos con clichés.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 28 de julio de 2024 No. 1516

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