Por Jaime Septién

“¿Dónde está la vida que hemos perdido viviendo? / ¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? / ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en información?”, se preguntaba el poeta inglés T. S. Eliot en su obra de teatro o poema narrado Coros de “La Piedra”. La pregunta es, para nosotros: ¿dónde está la ausencia que se ha llevado todo esto de nuestras vidas, de nuestras familias?

Pocos años antes de morir, el filósofo inglés Karl R. Popper escribió un texto furioso en contra la incapacidad del Estado, de la sociedad y de los padres de familia por controlar el influjo de la televisión en las nuevas generaciones. Popper —a quien nadie podría acusar de “conservador”— veía la pequeña pantalla como una amenaza directa a la democracia, a la ciudadanía y a la paz. Implícitamente, una amenaza a la familia.

El artículo de Popper, incluido en La televisión es mala maestra, lleva un título muy interesante: “Una patente para producir televisión”. En efecto: ¿quién pone un examen a los que tienen en sus manos millones de conciencias? ¿Qué tipo de trabas encuentra un publicista que quiere mentir haciendo pasar gato por liebre; cubeta por súper lavadora automática; perfume con baño de seducción; tienda departamental con señal de identidad?

Dicho de otra manera: ¿qué restricción hay para un conductor de noticias que falsee la realidad a favor de sus propios intereses, o los de su empresa, o los de su tío el presidente de quién sabe qué grupo financiero? Nadie, ninguno, no existe, serían las respuestas que daríamos nosotros, tras una muy breve reflexión.

Lo mismo pensaba Popper, autor del célebre La sociedad abierta y sus enemigos, quien afirmó que “una democracia no puede existir si no se somete a control la televisión que se ha convertido en un poder político colosal, potencialmente se podría decir el más importante de todos, como si fuera Dios mismo quien hablara”. La televisión es una industria sin control. Puede hacer y deshacer desde el lugar privilegiado, al que no entra nadie más que ella: la sala de la casa.

A la mayor parte de las profesionales —médicos, contadores, ingenieros, abogados, etcétera— se les da una patente para ejercer su oficio. Sin ese registro —avalado por el Estado quien es el garante del bien común— no pueden ejercer.

O sí pueden, pero corren peligro de ir a la cárcel.

Profesionales como los de la medicina se están certificando constantemente. ¿Por qué los que producen televisión (o internet, o material para las redes sociales, o videojuegos) no están sometidos a control alguno, salvo el bastante difuso de no ofender, fracturar, lesionar “la moral y la paz pública”?

Ésa era la inquietud de Popper, sobre todo cuando observaba cómo iban subiendo los índices de violencia juvenil, directamente ligados al número de horas que pasaban frente a la tele los adolescentes de grandes centros urbanos. Y tal era la amenaza contra la democracia, la ciudadanía y la familia que advertía a fines del siglo XX: que la televisión no estaba produciendo un modo civilizado de comportamiento entre las nuevas generaciones.

Por una razón: porque un modo civilizado de comportarse proviene de reducir la violencia. Lejos de esto, la televisión la aumenta con sus toneladas de pornografía, vulgaridad, asesinatos y violaciones a la dignidad de la persona en sus programas, series y hasta en la caricaturas. “En Alemania —concluía su alegato Popper— no había televisión bajo Hitler, aún cuando su propaganda se construyó sistemáticamente casi con la potencia de la televisión.

Creo que un nuevo Hitler, con la televisión, adquiriría un poder infinito”.  Él no era creyente. Pedimos a Dios que el poder infinito quede en Sus Manos y no en las de Elon Musk o Mark Zuckerberg.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 11 de agosto de 2024 No. 1518

Por favor, síguenos y comparte: