Por Jaime Septién

Muchos mexicanos se preguntan si la democracia vale la pena. En El Observador, contra viento y marea, hemos defendido a la democracia como la pensaba el papa san Juan Pablo II: el sistema político que garantiza los mínimos indispensables para que los gobernantes sean elegidos y no impuestos. Ciertamente, el propio papa Wojtyla habló de una democracia enferma, aquella que, llegando al poder por la vía electoral, utiliza el poder para cancelar las libertades y “otorgar” los derechos.

Definiciones van y vienen. Creo que la mejor, la más clara, la que todo el mundo entendería, es la del presidente de Estados Unidos Abraham Lincoln. En medio de la lucha entre esclavistas y abolicionistas (la Guerra Civil que se produjo en el país del norte entre 1861 y 1865), Lincoln aseguró: “Tal y como yo no sería un esclavo, tampoco sería un amo. Así se expresa mi idea de la democracia.”

Parecería que la forma de encarar el poder en nuestras democracias enfermas es concebirlo mediante la relación del amo y el esclavo; del que manda con poder y el que obedece sin dignidad. De la tristemente célebre frase que dibuja a tantos gobiernos latinoamericanos: “Quítate tú para ponerme yo”.

No querer ser ni amo ni esclavo está en el centro del cristianismo. Finalmente, Dios hace salir el sol para todos. Y en Cristo no hay superiores. El más pequeño de todos es el más grande en el Reino. La humildad de Lincoln, su idea de la democracia pasó por abolir la esclavitud. Cinco días después de haber terminado la matanza de la Guerra Civil, el 14 de abril de 1865, un tal John Wilkes Booth le disparó en la cabeza cuando se encontraba en el Teatro Ford de Washington. Es el precio que a menudo pagan los que defienden el bien público que es la democracia. Ni amos ni esclavos: hermanos.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 13 de octubre de 2024 No. 1527

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