Por P. Joaquín Antonio Peñalosa
Jóvenes se casaban las muchachas aztecas, como que todo el universo azteca fue un universo juvenil. Jóvenes eran los reyes y los guerreros, los sacerdotes y aun los llamados “viejos”, que eran los hombres experimentados y patriarcales.
Cuando la recién casada se percataba de que iba a ser madre y que la flor se convertiría en fruto, ufanábase su corazón y el de sus familiares que enseguida aparejaban comida y bebida, flores olorosas y “cañas de humo” —precursores del cigarrillo—, para este feliz y cándido baby shower. Venían los notables del barrio y de la ciudad y un anciano en cuclillas hablaba a los presentes al final de la fiesta: “Oíd, señores y todos los que están aquí, sabed que nuestro Señor ha hecho misericordia, porque la señora N., moza y recién casada, quiere nuestro Señor poner dentro de ella una piedra preciosa y una pluma rica”; así lo narra fray Bernardino de Sahagún, doctor en conocimientos aztecas.
Nada de hijos indeseados y evitados como hoy, nada de anticonceptivos, abortos y otras políticas antinatalistas; el hijo era piedra preciosa, pluma rica y don del cielo.
Después de otros discursos, algún notable se dirigía también a la futura madre comparándola a un trozo de jade y a un zafiro fúlgido: “Lo que tu seno esconde procede de los dioses”. La festejada agradecía a los asistentes preguntándose si merecía la dicha de tener un hijo. Diversa actitud a la de no pocas señoras de hoy en día, muy civilizadas y urbanizadas, pero viviendo con el terror del hijo. Venían después las abuelas a felicitar a la inminente madre: “Nieta mía muy amada, como piedra preciosa, chalchihuite y zafiro, nuestro señor que es Tiniebla y Aire (es decir, que está en todas partes), te quiere dar fruto de generación y poner un joyel”.
La mujer que daba a luz un hijo era considerada como un guerrero que iba al combate. En las oraciones antes del nacimiento, la partera le urgía a librar su combate con bravura y valor. Y una vez que el niño, moreno y dulce, había nacido, la partera daba un grito de guerra para significar que “la mujer había librado bien su combate, había tomado un prisionero, había capturado a un niño”.
La mujer que moría durante el parto tenía la misma gloria de un guerrero muerto en combate o en sacrificio; no iba a la oscuridad del infierno, sino a la casa del sol, porque el sol la llevaba consigo por valiente. Madres heroicas que, por aceptar la maternidad aun a costa de su vida, subían al sol en andas hechas de quetzales y plumas ricas; se habían convertido en divinidades, su muerte le había valido la apoteosis.
Todos estos valores y virtudes deberían aprender las madres mexicanas de sus antecesoras las madres aztecas, en cuyos hijos deben mirar, antes y después del nacimiento, una piedra preciosa, una pluma fúlgida y un don del cielo.
* Artículo publicado en El Sol de México, 15 de octubre de 1992.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 20 de octubre de 2024 No. 1528