Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
El discurso del Evangelio de San Marcos sobre el fin de los tiempos (cf Mc 13, 24-32), es particularmente difícil de seguir tanto por el contenido como por sus expresiones simbólicas de carácter apocalíptico.
Jesús nos habla de lo que habrá de venir, pero nuestras categorías son demasiado limitadas para poder entender del todo su planteamiento; quizá sea uno de los temas más difíciles del Evangelio, como en los otros lugares paralelos en los Evangelios Sinópticos, de Mateo (24, 29-31) y Lucas (21, 25-28).
Para cualquier época, la inminencia del fin es válida y recurrente. En parte se da parcialmente como en una realización en espiral, que queda abierta a otro tiempo hasta que llegue el definitivo y último. Las catástrofes son signos precursores que anuncian la contingencialidad del mundo y anuncian su fin, pero no necesariamente el fin último, sino un fin.
Se puede entender como una llamada de atención para la conversión al poner de manifiesto nuestros propios límites, pues estamos entre la vida y la muerte. Expresa el drama perenne de la comunión con Dios o en contra de él o al margen de él por una indiferencia cotidiana.
Con estos signos se trata de no dejar que galope la imaginación sometida a las imágenes apocalípticas, que son eso, imágenes que pueden suscitar terror. Lo que importa es mantener una vigilante espera en la Parusía o Segunda Venida del Señor, y por eso estar abiertos a una apertura radical del amor salvador de Dios. Es inútil perderse en cómputos y cábalas y en absolutizar este mundo de realidades temporales.
Para los bautizados practicantes hemos de saber que el enemigo de ‘natura humana´ como dice san Ignacio, ha sido vencido por la Cruz de Jesús por eso ha llegado el fin de los tiempos (1 Cor 10, 11). El futuro es presente en nosotros por la resurrección del Señor. En parte ya hemos resucitado con Cristo, pero en parte falta la plena realización de nuestra resurrección, que se inaugurará con la Segunda Venida del Señor.
El ‘el cielo y la tierra pasarán, pero su palabra no pasará’, la palabra bendita del Señor.
Dejemos las curiosidades malsanas de fechas y previsiones.
Es importante caminar en el sendero del Señor, hoy y mañana, para entrar en la vida sin fin, vida del estar sumergidos y participar del ser de Dios Amor.
Es imprescindible vivir la esperanza enraizada en la palabra de Jesús. Viviremos plenamente en el misterio de Dios.
Cuando en la eucaristía, después de la consagración, el sacerdote proclama, ‘éste es el sacramento o misterio de nuestra fe’, la comunidad responde ‘anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús’.
Así lo hemos de orar ‘Maranathá’ (cf Ap 22, 10; 1 Cor 16, 22; Didajé 10, 6), ‘ven Señor Jesús’, o como lo dice Joseph Ratzinger, nuestro Benedicto XVI, que también puede ser ´Maran átha´, en donde nos implicamos con nuestras buenas acciones para preparar la segunda venida el Señor. Hemos de apoyar y suscitar una vida de paz entre nosotros y entre las naciones, el buscar un amor y un respeto a la creación entera. Son intolerables los sofismas descalificadores, las injustas generalizaciones, los abusos, las mentiras y las injusticias, las verdades a medias o las acciones políticamente correctas contra la vida del no nacido.
Hemos de estar atentos a la nueva creación, propio de la esperanza cristiana, como nos señala el Apocalipsis ‘He aquí que hago nuevas todas las cosas’ (21, 5).
Dios ama la vida, proclama la dignidad y la grandeza de toda persona humana y su dicha en el tiempo y en la eternidad. Esperamos los cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia (2Ped 3, 13)
Termino con las palabras del gran san Agustín en su Comentario a los Salmos (95, 14) ‘Quién no se preocupa espera tranquilo la llegada de su Señor ¿Qué clase de amor por Cristo sería el nuestro si temiéramos que él venga?