Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
San Juan Pablo II (1920-2005), en su carta encíclica ‘Fides et Ratio’, al principio de ésta tiene una afirmación magistral que nos señala la línea no solamente para el pensador cristiano-católico, sino para todo fiel y hombre que ame sinceramente la verdad: ‘La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad’. Y así es. La fe como don divino, no renuncia a la capacidad racional de todo ser humano, que también es don divino del Creador.
Por eso el Misterio cristiano debe de ser estudiado, pensado, vivido desde esta doble vertiente de la razón y de la fe, en una singular alianza.
La Navidad o la Natividad de nuestro Señor Jesucristo, es un acontecimiento singular en la Historia de la humanidad. Más bien diríamos la Palabra encarnada en el Bebé de Belén, el Hijo del Padre Dios y el Hijo de la Santísima Virgen María, es en sí mismo el Acontecimiento de salvación, el Salvador.
Lo admirable y digno de ser contemplado en el éxtasis de la razón y de la fe, es la comunión de la Persona divina del Verbo y su naturaleza humana, asumida en el seno virginal de la Santísima Virgen María. El Verbo-Palabra engendrado por el Padre en la eternidad, ‘el no tiempo’ y en ‘el sí tiempo’ por la Virgen María bajo el Espíritu Santo, Amor personal entre el Padre y el Hijo.
En el tiempo, es asunto de la Historia, el año 747 de la fundación de Roma, cuando gobernaba Cayo Julio César Octaviano Augusto; pero por su dimensión divina trasciende el espacio y el tiempo; por eso perteneciente a la dimensión histórica, Hombre en el espacio y tiempo, pero por su dimensión divina, trasciende todas les épocas, ‘Dios Verdadero de Dios Verdadero, engendrado no creado’.
Lo extraordinario, por ser humano y divino, temporal y eterno, en virtud de la Santa Liturgia, Jesús de Nazaret, el Cristo de nuestra Fe es contemporáneo a nosotros. No formamos parte del Coro de los Ángeles que cantaron ‘la Gloria a Dios’, en el primer villancico angelical, ni formamos parte de los pastores que dormían al aire libre; pastores marginados, pobres y humillados, ni siquiera de los Magos del Oriente, pero el ‘ahora de Dios’, es posible por nuestra celebración litúrgica. También nosotros nos hacemos presentes por ese admirable misterio, posible por la acción del Espíritu Santo en la Iglesia. ¡Qué maravilla!
Con Martín Descalzo afirmamos desde lo más profundo de nuestro corazón, ‘Todos los que nos llamamos cristianos tenemos un rincón de nuestro corazón en esta ciudad’, (Belén). Y también lo que dice, ‘¿Quién podrá resistir a este Dios que “sale de sus casillas” y se mete en la vida de los hombres?” (Vida y Misterio de Jesús de Nazaret).
Este Acontecimiento del Niño de Belén, no es una formulación teológica, ni un silogismo de que Dios nos ama; sino un verdadero hecho incuestionable, la misma locura del amor.
Como señala Ortega y Gasset, ‘Si Dios se ha hecho hombre, ser hombre es la cosa más grande que puede ser’.
La señal del Ángel a los pastores: ‘Encontrarán a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre’ (Lc 2, 1-14). Este Niño es la señal de Dios. Dios mismo que se acerca a nosotros como un Bebé, Niño inerme. Por eso san Teresita de Lisieux, – proclamada Doctora de la Iglesia en 1997, nos da el testimonio de su experiencia contemplativa, ‘Yo no puedo temer a un Dios que se ha hecho tan pequeño por mí…¡Yo lo amó!
Como nos recuerda el Papa Benedicto XVI haciendo alusión a los Padres de la Iglesia, ‘Dios ha cumplido su palabra y la ha abreviado’ (cf Is 10, 23; Rom 9, 28); ‘La Palabra eterna, el Logos; la Palabra se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro alcance. Dios nos enseña así a amar a los pequeños. A amar a los débiles. A respetar a los niños. El niño de Belén nos hace poner los ojos en todos los niños que sufren y son explotado en el mundo, tanto los nacidos como los no nacidos’ (24 de diciembre del 2006).
Así Dios, ya no está lejano, sino muy cercano sobre todo a nuestro corazón. De aquí surge la alegía más profunda y entrañable; de aquí surge la fiesta y el sentido de nuestros nacimientos o belenes de san Francisco, de las luces multicolores y del árbol de Navidad, iniciado por san Bonifacio, el evangelizador de los germanos, en el siglo VIII de nuestra era.
El Dios Niño de Belén, Jesús, asume nuestro tiempo y nuestro espacio.
El Niño Jesús, nos mantiene como ‘peregrinos de la esperanza’, en medio de un mundo de mentiras, de violencia y marginación de la ética, de la racionalidad y de la fe.
Volver a Belén, nos descubre el misterio maravilloso de la Navidad y nuestro propio misterio. Dios quiso ser uno de los pobres, sin techo. Por eso los pobres se identifican más con el Niño de Belén y Dios se identifica con ellos, porque Dios es diferente, a los que viven pertrechados de egoísmos y seguridades que se llevará el viento. Por eso qué razón tenía Erich Fromm, cuando afirmaba que ‘La idea de que se puede fomentar la paz mientras se alientan los esfuerzos de posesión y de lucro es una ilusión’; de aquí el vacío existencial y los conflictos alimentados por los resentidos hijos del marxismo y la rivalidad.
El Vebo de Dios encarnado, es la misma ‘Explicación de Dios’, ante tantas preguntas sobre el sufrimiento humano, él es uno de nosotros; asume nuestro dolor, las humillaciones y la impotencia.
La Navidad es el escándalo de la locura de Dios que se identifica con el débil e indefenso, con el dolor de un niño o el abandono de un anciano; es el Rostro del Dios vivo encarnado en el rostro del pobre, del marginado, del migrante, del Job sufriente en los hermanos de todas las latitudes.
La Navidad del Evangelio, es la Navidad entrañable y esencial.
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