Por Jaime Septién

Es cierto lo que Rubén Darío decía: que la fama no persigue a los católicos. Pero de ahí a ocultar lo que nos constituye como hijos de la Iglesia hay un abismo solamente cubierto con el velo del miedo. O de la cobardía. Da igual. Ese sentimiento de temor ante el qué dirán está profundamente arraigado entre los católicos, incluso los que van a misa, se confiesan y rezan por la noche.

¿Por qué odiamos lo que somos? La respuesta tiene varias vertientes. Hemos interiorizado –años de adoctrinamiento lo han conseguido– una especie de pavor de presentarnos en sociedad como “mochos”, es decir, como mutilados, como sujetos rotos y de segunda mano.

También es cierto que las empresas, los medios de comunicación, los espacios públicos se cierran ante la idea de que un católico puede ser una persona capaz de tender puentes, de crear cultura, de elevar el nivel de la discusión política. Piensan que vamos a hacer proselitismo. Que llenaremos las urnas con estampitas del Espíritu Santo, o que obligaremos al auditorio a rezar el Magníficat antes de iniciar el noticiario.

Y eso achica las oportunidades, las vuelve “calvas”. Mejor callados y arrinconados en la sacristía. Que no se huela el incienso; que no se aspire el aroma del templo que acabo de dejar para pedir ser contratado en tal o cual empresa. Hay que ser rudos. O parecerlo.

Olvidamos (culposamente) que se trata de nuestra mejor carta de presentación, no ante el mundo, sino ante Dios. Aquello de la Epístola a Diogneto nos deja fríos. Que estamos en el mundo, pero no somos del mundo. Quizá porque ser católico y avanzar en el mundo implica ser doblemente preparado y bueno. Virtudes que nos descubren. Si fuéramos fotografías, preferimos quedarnos en negativos. Que no se nos vea la fe por ningún lado. Que sepan que somos de ellos, no de Él.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 8 de diciembre de 2024 No. 1535

 


 

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