Por Arturo Zárate Ruiz
Hay cierta propensión a clasificar a las personas, aun a sacerdotes y religiosos. Mi suegra hablaba de monjas “santas” y de “santificadoras”, algo así, como en La Canción de Bernardette de Franz Werzel, la humildísima hermana Bernardette, vidente en Lourdes, y la disciplinaria madre María Teresa Vauzou, quien consideraba a aquélla una farsante. El padre Longenecker ofreció alguna vez una tipología más variada, pero de seminaristas: los deportistas, los rezadores, los festivos y los teólogos. A decir verdad, salvo el practicar deportes, creo que todos los seminaristas son rezadores, festivos y estudiosos de los misterios cristianos, por lo cual decir que uno es de este tipo, pero no del otro sería equivocado.
Pero las tipologías, sobre todo las simplistas, siguen siendo comunes, en especial en medios de comunicación ideologizados. Por un lado, pintan a los curas ortodoxos como amargados, mientras que a los “cool”, buena onda —más que heterodoxos, descreídos—, como los únicos alegres y cercanos a Dios. A decir verdad, un cura “cool” puede también ser el amargado, y uno ortodoxo, el alegre y festivo. ¡Cuidado, pues, no sólo con las tipologías, también con la venta de ellas para promover ideologías falsas!
He de reconocer que algunas tipologías en los medios son ahora más específicas. Desde que G. K. Chesterton creó el personaje del padre Brown (sin cometer esa polarización de curas mala y buena onda, pues el padre Brown es un cura normal que conoce bien la teología y, gracias a ella, fortalece su razón) abundan los sacerdotes y aun religiosas que, en novelas, películas y series se dedican a detectives, la mayoría de ellos “cool”.
Destacan las series sobre el padre Brown, la última con un cura sin duda “cool”, por travieso y con necesidad, por ello, de esconderse de su amargado obispo. Otra serie inglesa es la de la hermana Bonifacia, tan “cool” que no anda como el padre Brown en bicicleta, sino en un triciclo motorizado, y es además científica, de esas que, en la imaginación televisiva, es muy de verdad, con matraces y tubos de ensayo con líquidos de colores. En Estados Unidos se difundió con mucho éxito la serie del padre Dowling, tan “cool” que viste menos su traje clerical que un chaquetín de fan de los Cubs de Chicago.
Pero no tanto lo “cool”, sorprende que, al parecer, no tienen actividades, es más, intereses religiosos. Les sobra tiempo para investigar crímenes, según esto, mejor que los policías, y además para andar de metiches en cuanto asunto se les atraviese. Me pregunto: ¿van al menos a Misa el domingo? Sorprende también que su compañía, aun en sus casas, sea del sexo opuesto. No quiero con ello implicar que, en las series, esos religiosos vivan en amasiato, de ninguna manera, pero no es lo normal en la vida real, si no por otra razón, porque se prestaría a habladurías entre los feligreses.
En cualquier caso, los medios ideologizados parecen considerar las responsabilidades religiosas en sí como no importantes, por lo cual las omiten en gran medida (salvo en la serie nueva del padre Brown, quien busca la conversión de los pecadores). Tal vez lo hagan para que el televidente encuentre entretenida la historia con un relato de crímenes, ¿pero acaso es aburrido el acercarse a Dios como para olvidarse de eso?
Pero ya es ventaja que haya curas “cool”. El problema se agrava cuando todo el clero es caricaturizado y escarnecido. En El nombre de la rosa, de Umberto Eco, el mejor cura es uno que minimiza su fe por apreciar demasiado la nueva ciencia; los demás son pervertidos, amargados, intolerantes y enemigos del estudio, a punto de quemar bibliotecas. Y allí viene la película Cónclave dizque sobre la corrupción y transgénero de los cardenales, a punto de elegir finalmente a uno así.
Aun peor es que el escarnio sea tan divertido que ni lo notemos. En Cambio de hábito con Whoopi Goldberg, una cabaretera salva una parroquia porque ella sí sabe cantar, no las anticuadas monjas, y en la secuela, ella evita que cierren un colegio católico porque sí sabe educar, no sus maestros religiosos.
En fin, alegrémonos porque, al parecer, hay temor de que más bien nuestros curas suelan ser a la vez santos y santificadores. Por eso la calumnia.
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