Al perder la fe religiosa y los valores humanistas ligados a ella, se concentró en los valores técnicos y materiales y dejó de tener la capacidad de vivir experiencias emocionales profundas y de sentir la alegría y la tristeza que suelen acompañarlas”. Erich Fromm
Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Con ocasión de la memoria de san Francisco de Sales el pasado 24 de enero el papa Francisco publicó su acostumbrado “Mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales”. El Papa comienza señalando que “en nuestro tiempo, marcado por la desinformación y la polarización, donde pocos centros de poder controlan un volumen de datos e informaciones sin precedentes” y que, por eso, se propone ayudar a “poner en el centro de la comunicación la responsabilidad personal y colectiva hacia el prójimo”, apelando al “valiente compromiso” de los medios y, en el contexto del Jubileo, para invitarlos a ser “comunicadores de esperanza”.
Justifica el Papa su inquietud porque, “hoy en día, con mucha frecuencia la comunicación no genera esperanza, sino miedo y desesperación, prejuicio y rencor, fanatismo e incluso odio”. Y prosigue señalando que “se hace de la palabra puñales para herir”, y se enardecen los ánimos para provocar y lastimar, desde los mensajes televisivos hasta los discursos de odio, exaltando la competencia, la voluntad de dominio y posesión y de manipulación de la opinión pública. Por tanto, es urgente “desarmar la comunicación”. Estas pinceladas sombrías reflejan el panorama en que nos encontramos y donde necesitamos la virtud de la esperanza, la “única que puede cambiar la vida, pues quien tiene esperanza vive de otra manera, se ha dado una vida nueva”, como nos enseñó el papa Benedicto XVI.
El psicólogo Erich Fromm, después de su decepción por la victoria de Nixon sobre McCarthy en tiempos de la guerra de Vietnam, analizó el fenómeno de la materialización de la sociedad, su apatía ante el porvenir amenazante y la ceguera de mente hacia los valores culturales y espirituales. Escribió: “Al perder la fe religiosa y los valores humanistas ligados a ella, se concentró en los valores técnicos y materiales y dejó de tener la capacidad de vivir experiencias emocionales profundas y de sentir la alegría y la tristeza que suelen acompañarlas”. El hombre se vació por dentro y se volvió, como los cactus cuando se mueren, secos por dentro y llenos de espinas y garfios por fuera.
Esto no obstante, Fromm añade: “Las ideologías y los conceptos han perdido mucho de sus atractivos… y los individuos buscan una nueva orientación, una nueva filosofía que tenga por centro la prioridad de la vida –física y espiritual- y no la prioridad de la muerte” (Pág 16). Esta percepción se quedó corta, pues las ideologías son como el cáncer, brotan donde menos se esperaba. Ahora nos ahorcan, a diestra y siniestra, el fascismo incoloro y el populismo multicolor, ambos barnizados de una “religiosidad” instrumentada como justificación divina: Para unos, es Dios quien los elige mediante la voz consensuada (manipulada) del pueblo y, para otros, el mismísimo Dios, al librarlos de sus enemigos, les dio señal de elección para un destino salvador manifiesto (prepotencia). Con el veredicto de este oráculo se gobierna sin pedir permiso a nadie ni tener que rendir cuentas a alguno.
El aturdimiento que produce el ruido informativo vigente no permite percibirlo, menos superarlo. Cuando el Papa nos dice: “La esperanza de los cristianos tiene un rostro, el rostro del Señor resucitado. Su promesa es estar siempre con nosotros a través del don del Espíritu Santo que nos permite esperar contra toda esperanza y ver los rastros del bien escondidos, incluso cuando todo parece perdido”, ¿qué podrá comprender quien ha circunscrito su mente a la verdad científica, su esperanza al progreso material, su paraíso a la sexualidad exacerbada y su plenitud a la prepotencia del poder? Aquí es donde, nos pide san Pedro, el cristiano debe dar razón de su esperanza.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 9 de febrero de 2025 No. 1544