Por Arturo Zárate Ruiz

Es un error común en protestantes el querer fundar la doctrina cristiana no sólo en la consulta de las Escrituras, sino en su lectura literal, para no hablar de su costumbre de fragmentarla y aislar cada versículo de la amplitud de libros bíblicos.  Así, algunos que localizan en Apocalipsis la frase que contabiliza 144 mil «siervos de Dios» concluyen que ese número será el de los hombres salvos que llegarán a la gloria, no más.

Los católicos no reducimos los sentidos de las Escrituras a lo literal.  También reconocemos los sentidos alegórico, moral y anagógico.  Con el alegórico una cosa se representa con otra: por ejemplo, el paso de Moisés por el mar Rojo significa también cómo las aguas del bautismo nos lavan del pecado.  Con el sentido moral se representa una enseñanza ética, por ejemplo, que el Buen Pastor busque la oveja perdida establece una prioridad: procurar salvar al más pecador, no lo necesitan tanto los 99 “justos”.  El anagógico se refiere con una cosa las realidades últimas o futuras, así el «hágase la luz» del Génesis nos informa sobre la promesa final de salvación que es contemplar, cara a cara, la Luz de Cristo.

Que encontremos los católicos tan diversos sentidos a las Escrituras no significa que olvidemos su sentido literal, que más de las veces lo hay.  Aunque no solemos interpretar literalmente los seis días de la Creación y menos aún que el Universo tiene alrededor de seis mil años con base en la fecha bíblica de esa Creación, sí creemos en la unidad del género humano que, en cierto modo, exige un rastreo genealógico a una primera pareja humana: Adán y Eva.  Sin ellos tendríamos, por decirlo así, varias especies humanas, y no sólo una.  Sin ellos habría cierta justificación para el racismo, aun el que practicaron de forma extrema los nazis.  Puede agregarse que las investigaciones antropológicas confirman en los fósiles antiquísimos esa genealogía y unidad.  En fin, el origen del hombre no puede reducirse a la evolución animal.  Por su naturaleza también espiritual se requirió además del soplo especial de Dios para infundirle su alma, lo cual, dicho sea de paso, ocurre en cada particular ser humano a la hora de su concepción.

Otro ejemplo sobre las limitaciones de lo literal serían las edades de los patriarcas, las cuales pueden restringirse a un sentido simbólico de su virtud.  Sin embargo, no debe ponerse en duda la historicidad de los principales personajes bíblicos de Abraham en adelante: hay documentos que lo corroboran, y aun evidencias arqueológicas.

Algunas personas, aunque no pongan en duda la posibilidad de los milagros, sí lo hacen cuando les parecen cuestionables o aparatosos.  Por ejemplo, piensan cuestionable que Jesús, «tan bueno que es Él», haya secado con un simple gesto una higuera hasta sus raíces.  «¿Qué hizo de malo la higuera para castigarla así?» Los que así piensan deben notar que lo hizo como advertencia contra los que sí nos portamos mal.  Otros, revisando no tanto las Escrituras sino la Tradición, consideran aparatoso tanto el vuelo de Simón el Mago como que detuvieran su vuelo san Pedro y san Pablo.  Que haya sido aparatoso ese vuelo no niega el milagro: los hace también el diablo.  Y lo que hicieron los apóstoles fue frenar el poder de Satanás, pues era misión de ellos hacerlo.

Lo más grave es cuando se niega la historicidad de la vida de Cristo tal como la relatan los Evangelios.  Algunos no pueden creer simplemente el milagro y lo interpretan de manera natural.  Así, Jesús no caminó sobre las aguas, sino que caminó sobre arena mojada y Pedro no vio bien lo que ocurría (lo que no explicaría por qué sí se hundió Pedro en el mar).  No pocos, por carecer además de fe, niegan la misma divinidad de Jesús.  Fue simplemente un hombre bueno o, ¿por qué no?, un líder rebelde que causó, por su atractiva personalidad, envidias y problemas entre los fariseos y los romanos.  Por ello, lo crucificaron.  Sus seguidores inventaron eso de su resurrección y su carácter divino para ganar adeptos en su rebelión y así tomar el poder.  Es cierto, ganaron muchos muchos adeptos.  Pero hacerse cristianos para esos adeptos no consistió en asumir el poder sino en constantes persecuciones e inclusive la muerte.  Así lo es todavía.

 


 

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