Por Arturo Zárate Ruiz

Cuando los protestantes nos acusan de que idolatramos a los santos les pregunto si tienen en su casa alguna foto de sus parientes y si aman a su mamá. Lo hacen. Que entiendan, pues, que nosotros, los católicos, tenemos una familia más grande y unida que la suya. Por eso apreciamos las imágenes, o fotos, de los santos, y también los amamos, como a mamá.

Es cierto que además reconocemos sus milagros. Bueno, Jesús lo predijo: «Les aseguro que el que cree en mí hará también las obras que yo hago».  De hecho, remarcó que estas obras serían «aún mayores». Si tras tocar el manto de Jesús, la hemorroísa quedó curada, quienes se acercaron a san Pedro, por su sola sombra sanaron. Así, Jesús extiende sus milagros a través de sus santos. No es el santo el que obra, sino Jesús a través de sus santos. Lo reconoció san Pedro cuando sana al paralítico «en el nombre de Jesús», al igual que san Pablo al expulsar demonios. Que así ocurra, quiere decir que de ese modo lo quiere Cristo. ¿Por qué no acercarnos entonces a un santo para ser beneficiados con un milagro?

Los santos mismos nos lo recomiendan. Lo hizo santo Domingo de Guzmán en el lecho de muerte: «No lloréis, os seré más útil después de mi muerte y os ayudaré más eficazmente que durante mi vida». Lo hizo también santa Teresita del Niño Jesús: «Pasaré mi cielo haciendo el bien sobre la tierra». Tras esta recomendación está su impulso de amor fraterno, que se intensifica una vez que, ya en el Cielo, viven en unión con Jesús.

Ahora bien, debemos acercarnos a ellos también por muchas otras razones. He allí que son ejemplo, en al menos dos sentidos.

Salvo el caso de la Virgen Santísima, ninguno ha sido perfecto en virtudes. Es más, en algún momento, fueron grandes pecadores. San Francisco de Asís fue un disoluto; santa Teresa de Jesús, una parlachina; san Columba plagió libros, mintió y libró guerras de gran mortandad; san Jerónimo, de mecha corta; san Francisco de Sales, violento; san Camilo, dado a perder grandes sumas en apuestas y prostíbulos; santo Tomás Apóstol, incrédulo; san Pedro Apóstol, presuntuoso (por decir que acompañaría a Jesús) y cobarde (no lo hizo); san Simón Estilita, huraño; san Bartolo Longo, ¡sacerdote de Satán! Su mal ejemplo sirve para recordarnos que aun, con sus gravísimos pecados, fue posible su conversión por la gracia de Dios. No dudemos, pues, del poder de Jesús en lograr nuestra propia conversión y la de nuestros seres queridos.

Pero los santos también nos ofrecen un ejemplo positivo: el no resistirse y acoger la gracia de Dios, la cual siempre llega por adelantado. Tienen en común su frecuentar con devoción la Eucaristía, su asidua oración y su reconocer el rostro de Jesús en su prójimo, que los lleva a ponerse a su servicio; ciertamente, todo esto lo precede el renunciar a sí mismos, por poner siempre a Dios sobre todas las cosas.

Sus renuncias las solemos asociar con su hacer, muchos de ellos, los votos de pobreza, celibato y obediencia, y el abrazar el estado religioso. De hecho, muchos santos a quienes veneramos se retiraron, inclusive, a un claustro. Baste decir que es difícil imaginarnos a un santo sin un hábito de ésta o aquella orden.

Las renuncias no las hacen, sin embargo, sólo los clérigos. Las hacemos, en alguna medida, también los laicos. Los papás ponen a un lado muchas cosas por atender y proveer a los hijos. Tampoco someterse a reglas y obediencia es exclusivo de quienes hacen votos. Lo hacemos muchos en nuestro entorno laboral todos los días, aunque no siempre nos guste.

Digo esto porque hay más santos que venerar que los que se recluyen en un convento. He allí san José, un obrero; san Luis, rey de Francia; santa Narcisa, costurera; santa Sandra Sabattini, estudiante de medicina, etc.

Lo digo porque se nos olvida en ocasiones que la santidad es accesible también a los laicos. No crecieron en santidad por retirarse del todo a una capilla y olvidarse de sus deberes diarios en el mundo. San Josemaría Escrivá nos dice: «el trabajo —asumido por Cristo como realidad redimida y redentora— se convierte en medio y en camino de santidad, en concreta tarea santificable y santificadora». Veneremos también a estos santos que se rompen el lomo en centros de trabajo y sigamos su ejemplo.

 
Imagen de Tom en Pixabay


 

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