Por Alejandro Benítez

Teresita, pequeña flor. ¿Puedo llamarte así? ¿Me atrevo a dirigirme a una Doctora de la Iglesia con esta familiaridad? Viendo tu imagen me hundo en tus ojos y tu suave sonrisa. Tu mirada, Teresita, no está muy lejana de nuestro tiempo. Lo que hoy hacemos con teléfonos celulares, que es capturar la luz del momento, algún fotógrafo en Alençon lo hizo siendo tú niña.

¡Cuántas mujeres han sido nombradas Teresita en honor a ti, pidiendo tu intercesión en el parto! ¿Por qué artistas con vidas marcadas por el dolor como Edith Piaf o los excesos, como Jack Kerouac, vieron en ti y tu mirada del corazón un palpitar que acompañara las noches oscuras? ¿Será que tu caminito pequeño es en realidad una ruta a la intensidad de la existencia?

Se dé un nazareno intenso, vivió nueve años más que tú, Teresita. Mil días le bastaron para exprimir toda la esencia de su existencia. Tres calendarios anuales para expresar el amor, que es la mejor forma de intensidad. Pura pasión humana y a la vez divina locura de amor. ¿Quién dejaría noventa y nueve ovejas salvas por una perdida? Solo Dios, y por Gracia, sus amigas y amigos. ¿No fue eso lo que hiciste, Therese Martin, pidiendo misas por la salvación de un triple feminicida?

Recuerdo ese episodio de tu vida, Teresita, cuando siendo aún adolescente conociste el caso de Henri Pranzini. Y al ver en mis archivos tu foto de aquella época y la de este hombre, viene a mi mente lo que Benedicto XVI citó de tus memorias, en 2011. Es parte de la belleza de tu espiritualidad compartida: “Que hoy no se condene ni una sola alma”. Mi memoria reconstruye los hechos.

Todo comenzó con un triste y brutal asesinato.

Paris, 1887. Entran los policías y después los detectives. Mujer yace en cama con dos heridas fatales en cuello. Dos víctimas más en la habitación, su sirviente y una niña. El sospechoso es Henri Pranzini.

Intensidad en la determinación de Therese Martin. Esta alma de Pranzini no será condenada. He de arrebatarla del infierno, en furioso arrebato. No por mis méritos, sino por los de la cruz. Yo tomo en serio al Señor de la Historia, el apasionado nazareno, que libremente decidió ser clavado por los pecadores. Por cada uno. Cada gota de sangre en la cruz sirve. Es sangre preciosa, manantial que circunda la ciudad y da salud.

Y viene el fuego libre de Therese Martin, a los 14 años:

Dios mío, estoy segura de que perdonarás a este infeliz Pranzini.

Creo que lo perdonarás, aunque no se confesara antes de morir o mostrar señal de arrepentimiento, porque tengo absoluta confianza en tu infinita misericordia. Pero, mi Señor, este es el primer pecador por quien oro, te suplico muestres una señal de su arrepentimiento, así yo estaré segura.

Veamos, ¿quién de nosotros puede interpelar así a Dios, como sabiendo de antemano su Divina Voluntad? Es casi dictarle la plana a Dios Creador.

C’est la confiance. La pequeñita flor habla con su Padre todo amor, sonriendo porque se sabe eterna e infinitamente amada. Por eso cierra con la súplica confiada. Dame una señal. No dice: “si tú quieres” o “si es para tu mayor gloria”. Ve a Dios uno y trino directo a los ojos y suplica, pero no para ella, sino para otro. Su seguridad es lo secundario. El objeto de la súplica es un convicto.

31 de agosto de 1887, Pranzini es conducido al cadalso. La prensa francesa, horrorizada por el triple feminicidio un siglo antes de que se usara el término, da cuenta de los hechos. Monsieur Martin trata de que estas terribles noticias no sean conocidas en su casa. Therese lo lee en el diario. Henri Pranzini es condenado por matar a Marie Regnault el 17 de marzo de 1887. Y a una criada y a una niña. Su destino se sella.

Esta adolescente en Lisieux lee las noticias: al ver la guillotina él titubea. Apresuradamente pide al sacerdote que le muestre su crucifijo y lo besa tres veces.

A las 5:02 pm de ese día, cae la navaja. El Universo pausa ese segundo. Cada vida es toda la vida. Henri recibe una inconmensurable explosión de gracia. Todo es uno en el momento en el abrazo de la Cruz.

¿Qué hizo posible esto? Una voluntad de la niña enfermiza en Lisieux, leyendo periódicos y orando.

Si ella se fía de Dios misericordia así, ¿Qué podría hacer yo?

Yo pecador, cada pecador, tenemos la oportunidad de la Misericordia. ¿No es eso lo que hacemos cada vez que nos persignamos? Padre, Hijo y Espíritu Santo expresados en palabras mientras señalamos la cruz de la cabeza al corazón y los hombros, la misma cruz que besó tres veces el convicto Pranzini.

Oración

Querida santa Teresita,
la Iglesia necesita hacer resplandecer
el color, el perfume, la alegría del Evangelio.
¡Mándanos tus rosas!
Ayúdanos a confiar siempre,
como tú lo hiciste,
en el gran amor que Dios nos tiene,
para que podamos imitar cada día
tu caminito de santidad.
Amén.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 1 de junio de 2025 No. 1560

 


 

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