Por P. Fernando Pascual
Todos deseamos saber, decía Aristóteles. Porque el saber nos permite mejorar las decisiones, pensar y hablar con precisión, ayudar a quien nos pregunta sobre aquellos temas que conocemos.
El saber puede convertirse en un motivo de soberbia: podemos sentirnos superiores respecto de quien no sabe, incluso tratarlo como “inferior”.
Eso ocurre, por desgracia, en discusiones, cuando el “sabio” humilla al “ignorante” por algún error que haya cometido, desde la seguridad de sus títulos, su memoria y sus lecturas.
El saber, por el contrario, puede ser un motivo de humildad, precisamente porque el saber auténtico permite reconocer lo que uno sabe y, al mismo tiempo, la dignidad y el respeto que merecen quienes tienen menos ciencia.
En otras palabras, un sabio humilde no desprecia a otros porque tengan errores, porque no conozcan ciertos argumentos, sino que los acoge con respeto, incluso con una actitud de servicio.
Cuando una persona reúne ciencia y humildad, pone todo lo que sabe al servicio de los otros, al mismo tiempo que los escucha con aprecio y simpatía.
Duele encontrarse con algún “sabio” engreído, soberbio, pagado de sí mismo, que se sube a una especie de pedernal con el que mira desde arriba a quienes carecen de la ciencia que ese sabio posee.
Al revés, da alegría y paz encontrarse con un sabio humilde, que escucha, que comprende, que comparte sus conocimientos con sencillez y simpatía.
Sabemos cuánto daño provoca en el mundo la soberbia, también cuando ese vicio entra en el corazón de quienes saben más y, por ello, se sienten superiores.
Por eso, para evitar ese daño, necesitamos promover una auténtica humildad, que ayude a tejer relaciones entre todos, sabios o ignorantes, en el camino común que realizamos aquí en la tierra, mientras esperamos alcanzar el encuentro con un Dios que “resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes” (St 4,6).
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