Por Jaime Septién
Poca gente lo conoce, aunque cientos, quizá miles, se han cruzado con él. Bajito, moreno, cuadrado. Vestido con toda humildad, pero pulcro. Se llama Salvador. Ignoro su apellido. Como el libro de Frossard, el mexicano existe, yo me lo encontré.
Su trabajo es ayudar a las personas a acomodar su compra en el estacionamiento de un supermercado. Facilitar la entrada y la salida. Llevarse el carrito. Ayudar a quien no puede cargar. Nada del otro mundo. Pero su forma de hacerlo revive la esperanza de que este país tiene una reserva moral, espiritual, maravillosa: la cortesía.
Nuestro encuentro no duró más de un minuto. Se acercó para preguntarme si me apoyaba acomodando los comestibles. Le dije que me esperara un poco (según yo soy “bueno” para eso). Se retiró con amabilidad, diciéndome que estaría cerca, por si algo se ofrecía.
Al cerrar la cajuela del coche me pidió, con una delicadeza extrema si le daba permiso de llevarse el carrito. Por supuesto, accedí. Y le di unas monedas. Su respuesta fue: “Es usted muy gentil, le agradezco y que Dios lo bendiga”. No registró lo que le había dado. Puso a un lado el carrito, esperó a que saliera del cajón de estacionamiento y me volvió a dar las gracias.
Me fui a casa emocionado. Con la conciencia de que se merecía que le hubiera dado mucho más de lo que le di. También con un agradable sentimiento de esperanza: ¡ése es el mexicano real! No el valentón grosero ni el que grita cada 15 de septiembre, con medio litro de tequila entre pecho y espalda, ¡Viva México, c…!
Salvador es la cortesía, el agradecimiento, dos virtudes ciudadanas primarias. Las virtudes que miles de viajeros descubrían en el México de antes y que se han ido deslavando a base de la polarización brutal de la política y el odio como fórmula para ganar votos. Fue un minuto. Fue mi país al que amo el que habló por Salvador. En el estacionamiento de un supermercado trasnacional, para más señas.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 14 de septiembre de 2025 No. 1575
