Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

Juan el Bautista, no predica ni en Jerusalén, ni en el Templo. Predica en el desierto que es el lugar propicio para el silencio y la soledad, para escuchar, lejos de bullicio, la voz de Dios. Juan es el profeta del desierto, la voz de la Palabra del Padre, que predica la conversión del corazón (cf Mt 3, 1-12).

Se camina en oscuridad, en angustia y en momentos trágicos, no solo de ayer, sino de ahora, por los egoísmos que llenan de sombras mentirosas la vida y horas de gran dolor que aquejan a nuestros hermanos.

Se ha de abrir el camino y allanar la senda para el encuentro con Jesús; aquél que es la Palabra del Padre.

La labor del Bautista no ha terminado; continúa a través de nuestro trabajo humilde, porque ‘Él bautiza con fuego y Espíritu Santo’.

Dios tiene el proyecto de hacer de la familia humana, un hogar para todos, donde exista la justicia, la fraternidad y el amor.

Es Jesús quien se acercará para ‘proclamar la Buena Nueva a los pobres, la liberación a los cautivos, para anunciar el año de Gracia del Señor’; nosotros, en todo caso, somos la voz de Él, la Palabra, el Verbo encarnado.

La conversión exige la sinceridad del corazón, lejos de toda apariencia o del manto de la hipocresía.

Volver al desierto, hacer el corazón humilde y pobre, experiencia del desierto interior para escuchar la Palabra del Señor, para ser voz de los que se han alejado del Señor, y se han ido ‘a cavar cisternas rotas que no pueden contener el agua’.

El Señor anda en nuestra búsqueda porque el corazón humano tiene sed de infinito y el bienestar nos puede atrapar en lo pasajero, en el placer, en mil formas de evadir lo esencial y principal para una existencia plenamente humana.

Muchos son los caminos que alejan de Dios, de quien nos puede dar la paz y la alegría, basta instalarse en la indiferencia religiosa, el no tener ni tiempo ni espacio para Dios, que al final es tiempo y espacio para nuestro ser en plenitud. Solo en Él podemos ensanchar el horizonte de nuestra existencia.

Es el Señor quien da la gracia de la conversión. Hay que pedirla con sinceridad, como Charles de Foucauld, ‘Dios mío, si existes, haz que yo te conozca’.

Solo la conversión del corazón es el amor; el amor que experimentamos en el encuentro con el Señor y que florece en el amor a los hermanos.

Quizá sea necesaria la experiencia del desierto, para tocar fondo, y sentir el toque interior de la presencia del amado Jesús, amor de los amores.

 
Imagen de Pirmin Lenherr en Pixabay


 

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