Por Jaime Septién
Un 12 de diciembre más. Los corazones de México ven a Guadalupe como su faro, su luz, su guía. Mucho es sentimentalismo. Otro tanto es la comercialización de la fe. Hay que decirlo todo. Guadalupano es aquel que respeta el mensaje de la Virgen a Juan Diego: lleven una vida mesurada, hagan de esta tierra un sinónimo mundial de paz, no pierdan la esperanza. Sean uno como su Hijo nos lo pidió en su oración al Padre.
A 494 años del Acontecimiento que dio rostro a México, la nación se enfrenta a sí misma con un rostro desfigurado. Roto por la violencia, tiznado por la corrupción, oscuro por las miles y miles de familias que lloran a sus desaparecidos. Un país de sordos, indecente, en el que las autoridades humillan a los ciudadanos y los ciudadanos se humillan entre sí.
La Virgen no merece ese trato. Estamos cerca de conmemorar el primer centenario del inicio de La Cristiada. ¿Qué queda de quienes se levantaron para defender a Cristo Rey y a Santa María de Guadalupe? No se trata de tomar las armas. Hay que recuperar el honor. Si no asumimos en nuestra vida diaria en lo que creemos, ¿en qué creemos?
Una de las jaculatorias nacionales dice: “Santa María de Guadalupe, Reina de México, ruega por tu nación”. La rezamos y la cantamos con devoción máxima. Y está bien, pero no es todo. Es apenas el inicio. Sin lugar a duda ella ruega. ¿Y nosotros? Lo voy a decir a contrapelo. Con Tolstói: “Lo más importante para todos los hombres es llevar una vida de bien. Llevar una vida de bien significa no tanto hacer el bien que podemos hacer, cuanto no hacer el mal que podemos hacer. Lo esencial es no hacer el mal.”
En nuestra conciencia de cristianos está muy claro el mal que podemos hacer. No ser solidarios con el que sufre. No cumplir con Dios y con los hermanos. Actuar de tapadillo. Seguir usando el “¿qué tanto es tantito?” Guadalupe no nos merece así.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 7 de diciembre de 2025 No. 1587





