Por Fray Eulalio Hernández Rivera, franciscano |

La Candelaria es una fiesta que debe su nombre a la forma de la celebración litúrgica del misterio cristiano que le dio origen: la presentación de Jesús. Respecto a ella dice el Obispo san Sofronio:

Corramos todos al encuentro del Señor […] nadie deje de participar en este encuentro, nadie deje de llevar su luz. Llevemos en nuestras manos cirios encendidos, ya para significar el resplandor divino de Aquél que viene a nosotros […] ya, sobre todo, para manifestar el resplandor con que nuestras almas han de salir al encuentro de Cristo”.

Fueron estos cirios, velas o candelas, los que dieron el nombre a la celebración. Debemos señalar que bajo este aspecto, el litúrgico, la celebración no tiene ningún peligro de extinción.

El peligro a que me refiero en el título de este artículo, como allí mismo lo indico, es en el aspecto de tradición. Entiendo por tradición la transmisión de costumbres colectivas hecha por cada una de las generaciones  a la que le sigue, durante una etapa significativa del pasado a nuestros días, si es que la tradición vive todavía. Es transmisión porque con la práctica da a conocer  a las nuevas generaciones costumbres que se quiere que amen y adopten. Las costumbres transmitidas son colectivas porque pertenecen a una sociedad o, al menos, a un grupo significativo de ella.

Gracias a Dios nuestras tradiciones son buenas, aunque, claro, se pueden mejorar, pues nos dignifican e identifican. Nos dignifican porque expresan lo humano, lo valioso que hay en nuestras personas, lo afianzan y lo cultivan. Nos identifican porque nos ayudan  a situarnos dentro de nuestro contexto étnico o racial y cultural, nos ayudan a conocerlos, amarlos y asimilarlos. Gracias a Dios, muchas de nuestras tradiciones siguen vivas y auténticas. Unas porque se practican, y se tiene conciencia de lo significativo que son para nosotros. Auténticas porque a pesar de la “contaminación” cultural, de la adopción indiscriminada de elementos de culturas ajenas, no las hemos alterado ni transformado en otras, sino que siguen siendo expresión de nuestra idiosincrasia, de nuestro modo peculiar de ser, pensar y actuar.

La Candelaria es una tradición de la gente de muchas poblaciones en México. Como tal, en su aspecto más generalizado es el complemento de la fiesta tradicional del 6 de enero, día en que partimos la “rosca”, en cuyo interior hay una pequeña imagen del Niño Jesús, que compromete a quien le toque a que dé los tamales con su respectivo atole de “cáscara de cacao”, el día 2 de febrero, el día de la Candelaria. Día, además, en que se lleva a Misa la imagen del Niño Dios que se puso en el nacimiento y se levanta o quita éste. Junto a otros aspectos de tradición del 2 de febrero, que en buena parte sobreviven, está la bendición de las semillas y demás materias para el cultivo de la agricultura y la jardinería, como los chayotes con guía y las estacas de rosal.

Este último elemento tradicional de la Candelaria, la bendición de las semillas, es el que más débil está, el que agoniza si es que aún vive, pues ya casi nadie lo realiza, debido, en gran parte, a que las tierras de cultivo, las huertas y los jardines están desapareciendo porque se les da otro uso. Tal vez haya otras causas de su desaparición como la orientación de las fuerzas laborarles a actividades distintas de la agricultura, a la secularización o desacralización de nuestras actividades.

Lo cierto es que nuestra tradición de la Candelaria ha empezado a desaparecer, a morir, muerte que pone de manifiesto nuestra falta de amor a la naturaleza, nuestro poco interés por el resto de la creación, a la que hemos devaluado en nuestra estima, a pesar de que con ella compartimos el ser resultado de la obra creadora y conservadora de Dios.

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