Por Felipe de J. Monroy, Director Vida Nueva México |
El 25 de agosto del 2013 publicábamos en Vida Nueva México la historia de San Miguel Totolapan, un municipio localizado en la denominada “Tierra caliente” del estado de Guerrero. El relato periodístico recuperaba las voces de más de un centenar de familias desplazadas por la violencia. Las amenazas del crimen organizado las narraron los vecinos: “Nos dijeron que nos saliéramos o nos iban a quemar adentro de nuestras casas”. La única y precaria tranquilidad que lograron encontrar esas 631 personas fue en la iglesia de la cabecera municipal donde pidieron refugio. De este templo era párroco Ascensión Acuña Osorio quien apareció muerto el 24 de septiembre pasado.
Aún recuerdo su voz del otro lado del teléfono: “Por favor, no vaya a publicar mi nombre. No es por otra cosa. Usted sabe”.
Le respondí que sí, aunque no sé bien por qué; le dije que perdiera cuidado y le hice una promesa. Ahora me apena no haber roto ese juramento, la labor de Acuña era simplemente heroica.
“La situación en Guerrero, pero muy particularmente en esta zona de Tierra Caliente nos habla de un estado convulsionado. Se ha convertido en un foco rojo donde todo está intimidado por el crimen organizado. Y cuando digo todo, quiero decir que no se puede pasear por ninguna población de estos municipios sin constatar que está controlado por el crimen organizado… Esto ha sido un caos total”, me relató Acuña aquella mañana de agosto.
El tiempo ha decantado las crónicas de ese caos en Tierra Caliente: los jóvenes abatidos por la policía en la escuela Normal Rural de Ayotzinapa; el grupo armado que asesinó a miembros de un equipo de futbol; el crimen del dirigente político Braulio Zaragoza Maganda; las 23 personas ejecutadas por el ejército en Tlatlaya; etcétera.
¿Qué hacía Ascensión Acuña? ¿Qué hacía la Iglesia en medio de esta crisis?
Durante el éxodo de Totolapan, los poblados presenciaban enfrentamientos armados entre grupos criminales y de los mismos grupos contra el ejército. Muchos fueron despojados de sus casas y, los que no, permanecían escondidos por largas temporadas, teniendo casi tanto miedo a las balas que a morir de hambre. Solo la figura del sacerdote zigzagueaba entre las veredas del campo de miedo llevando víveres y algunos recursos hasta esos refugios forzados: “Tratamos de acercar estas despensas a la gente que está allí, llevar comida a los amigos, a los conocidos, a los feligreses. Gracias a Dios vemos que los sacerdotes no hemos tenido dificultad para ir y venir entre las poblaciones”. Es claro, que Acuña se mentía: años atrás otro sacerdote, Habacuc Hernández, y dos seminaristas fueron ultimados a tiros en la misma región.
Ante la cruel, ignominiosa y constante violencia, el obispo local Maximino Martínez había instruido a los sacerdotes de ese territorio a que realizaran “dinámicas de oración” y “una encuesta sobre la situación”.
La muerte del párroco Ascensión es también la de cientos de familias que permanecen asediadas por el crimen organizado, es la prueba inobjetable de un estado fallido que le da la espalda a la población, donde se criminaliza y erradica la organización social. Tierra Caliente es una tormenta disuasoria para las estrategias pero aún no para el testimonio.
“La potencia socializadora y solidaria de la Iglesia es una de las vías para fomentar a la sociedad civil y para animar a las asambleas a ser corresponsables de los miembros de las poblaciones vulnerables. Esto me quedó claro cuando platiqué con el sacerdote que lleva la pastoral en Totolapan, en este momento de crisis, una de las estructuras intermedias de acción solidaria es la parroquia, la comunidad cristiana que ora pero que también acerca una mano y arriesga su tranquilidad por el beneficio de su prójimo”, escribía aquí mismo aquella vez.