Por Juan Gaitán |

Hoy en día, la gran mayoría de libros de Teología o textos especializados sobre la Confesión comienzan diciendo que este sacramento se encuentra en crisis por diversas razones: los fieles ya no se confiesan, se está perdiendo el sentido del pecado, no se entiende la importancia del sacramento para transmitir el perdón de Dios, hay sacerdotes que  no quieren confesar, etcétera.

Sobre este contexto del sacramento de la Reconciliación hay mucho que decir, pero quisiera centrarme en un aspecto particular al que le he dado vueltas tras haber escuchado una anécdota de un sacerdote, profesor de Moral cristiana. Este sacerdote nos contó que en el confesionario una joven se acusó de haber tenido relaciones sexuales prematrimoniales. Pero ante la pregunta del sacerdote: «¿y sabes por qué es pecado?» Ella respondió: «No, pero pues siempre nos han dicho que lo es».

La ley por la ley: Una actitud precristiana

Precisamente coincide que los fragmentos del evangelio de Marcos que leemos en estos días hablan sobre aquella actitud de algunos judíos que se limitaban a cumplir la Ley por la Ley, sin comprender su sentido y relegando la dignidad humana a un segundo plano; además, condenando a quienes no lo hacían así. ¡Esto les traía tanta paz!

Pero Jesús no se cansó de criticar esta posición cómoda, en la que para agradar a Dios basta, por decirlo de algún modo, con el cumplimiento de un manual de instrucciones sin importar lo que hay en el corazón.

Siguiendo esta reflexión, considero que el confesarse de algún pecado sin saber por qué es pecado, o qué es lo «malo» que dicho acto involucra, es entrar en un sistema religioso pre-cristiano, es decir, anterior al mensaje de Jesucristo.

Una pareja de novios que se abstiene de mantener relaciones sexuales (siguiendo el ejemplo ya mencionado) por la sola razón de que «así lo manda la Iglesia», sin comprender el porqué de esta postura, tarde o temprano caerá en sentimientos de frustración.

Formar la conciencia en la libertad

En el ambiente religioso se habla mucho de formar la conciencia y de fortalecer la voluntad. Ambos conceptos implican, necesariamente, una educación en la fe de acuerdo a la madurez de la persona y centrada en el mensaje de Jesucristo. Es inmaduro ser adulto con una fe infantil que obedece mandatos por el mero hecho de que son mandatos.

Uno de los grandes regalos de Jesús a la vida espiritual de las personas y al sistema religioso de su tiempo fue devolverle la libertad al ser humano de decidir su camino. Él propuso el Evangelio como un camino que se puede aceptar o rechazar, pero no imponer. Ser cristiano implica, necesariamente, sentirse en la libertad de vivir en el amor por convicción.

Entonces, ¿no hay que confesarse de un pecado si no se sabe por qué es pecado?

Obedecer sin entender, comenté, es un acto infantil. Es decir, el niño obedece a sus papás cuando le dicen «no», sin comprender muy bien las razones, sin embargo, lo hace porque confía en ellos.

Del mismo modo, confesarse de un pecado sin entender qué tiene de malo, es darle un voto de confianza a la Iglesia, como un niño a sus papás (esto aplica tanto para temas de moral sexual, como hasta el confesarse sencillamente por «no haber ido a misa en domingo»).

Pero entonces tanto el sacerdote como el fiel están llamados a emprender el camino hacia la fe adulta, lo cual implicará adentrarse en los fundamentos de la Moral cristiana para entenderla mejor y así, participar de lleno en la libertad del mensaje evangélico. Esto es una tarea clara para el catolicismo si queremos sacar al sacramento de la Reconciliación de la crisis por la que atraviesa.

 

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