OCTAVO DÍA | Por Julián LÓPEZ AMOZURRUTIA |

Una osadía. Osadía santa. Osadía obediente. Pero osadía, al fin de cuentas. La introducción litúrgica al Padrenuestro lo expresa: «Nos atrevemos a decir ‘Padre nuestro'». Nos atrevemos a decir. No nos atreveríamos, si no se nos hubiera enseñado. Y aunque se nos ha enseñado, nos damos cuenta de que es un atrevimiento.

En realidad, toda paternidad toma su nombre de la divina. Así lo constató el apóstol Pablo (cf. Ef 3,15). Por eso, todo festejo de los padres es implícitamente una celebración de la paternidad divina. Doble osadía. ¿Cómo podemos comparar el origen trascendente con el biológico o el psicológico? ¡Y más cuando el ejercicio de la paternidad humana se ha revestido de tantos errores y ambigüedades!

El hecho es que así fue la enseñanza de Cristo. Él, el Hijo, nos enseñó a pronunciar la palabra «Padre» de una manera nueva. En él adquiría un tono sorprendente. «Abbá», decía, con la fórmula más familiar e íntima del arameo. Con un término cargado de ternura, de confianza, de solidez. Tal vez era una estructura humana particularmente lastimada por el mal, y que requería por lo tanto de ser redimida así. Como sea, tal fue la indicación del maestro. «Cuando oren digan: ‘Padre nuestro'» (Mt 6,9).

Los rasgos de ese Padre descritos por la palabra de Jesús abundan en la asimilación de un hermoso misterio. Es el Padre «que ve en lo secreto» (Mt 6,4.6.18). El que sabe lo que nos hace falta desde antes de que seamos capaces de formularlo con palabras (cf. Mt 6,8). En el que nos podemos abandonar, llenos de confianza (cf. Mt 6,32). El que es bueno y generoso con todos, incluso con los malos, y que nos invita a imitar su propia perfección, alcanzando un amor sin límites (cf. Mt 5,48).

Aprender que Dios es Padre es descubrir la dimensión más honda de nuestra propia filiación. Yo soy hijo. Y esto es, auténticamente, «buena noticia», evangelio. Hace de la osadía una hermosa certeza. La misma del pequeño que se acerca a juguetear con su papá, aún cuando lo vea dormido. Él me quiere, él me cuida, él me ayuda a ser feliz. Puedo contar con él.

Espiritualmente, esta certeza también tiene muchas facetas. Ante todo, la que nos permite recordar la base última de nuestra dignidad. También fue san Pablo quien supo formularlo: «Pues no recibieron ustedes un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibieron un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Rm 8,15). Por eso somos «familia de Dios» (cf. Ef 2,19). Estamos siempre en casa, no como advenedizos ni extranjeros.

Esta confianza nos otorga una fundamental alegría en la vida. Es bueno estar aquí. Mi existencia es una afirmación serena que se confirma incluso por encima de mis errores. Esta nota positiva incluye la entrada a la lógica divina. Cumplir su voluntad. No como algo que coarta la libertad, sino como el espacio justo para su recto ejercicio. La clave, finalmente, de la propia realización y felicidad.

Si soy hijo, los rasgos de mi Padre se reflejan en mi rostro. Soy imagen suya. Una imagen que se puede alterar, pero que estoy llamado a cultivar. Triple osadía. Al llamarlo «Padre» advierto que hay algo suyo en mí. En la vida, esto se vuelve una tarea. Honrar al padre del que somos hijos. Que su plenitud se actualice también en mí. Lucas lo matizó, con un horizonte no menos exigente: Ser misericordioso como Él, mi Padre, es misericordioso (cf. Lc 6,36). Tener entrañas compasivas, de modo que su amor indulgente y redentor se reproduzca también en mí.

La paternidad humana sigue obteniendo de la divina su parámetro más alto. Hermoso misterio, inagotable y admirable.

Artículo publicado en el blog Octavo Día de eluniversal.com.mx, el 19 de junio de 2015. Reproducido con permiso del autor

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