Por Mónica MUÑOZ |
“No están de acuerdo porque son unos retrógradas e intolerantes”, dijo airadamente un joven cuando alguien se “atrevió” a expresar su opinión, que, por supuesto, era contraria a la de él. Y sin darse cuenta, pecó de lo mismo que atacaba: de intolerancia,
Y es que, como ocurre con los temas de política y religión, hablar ahora de uniones entre personas del mismo sexo resulta sumamente complicado, con riesgo de perder amistades y quedar mal ante una sociedad que ha perdido de vista el sentido del pecado, como diría San Juan Pablo II.
Traigo a colación el anterior comentario porque en estas últimas semanas hemos sido testigos de cambios inusitados en la legislación mexicana respecto al matrimonio y las uniones que se pretenden igualar con éste y que atentan contra el orden natural. Segura estoy que, con lo poco que he dicho hasta el momento, a mí también me están calificando de homofóbica. Nada más lejos de la realidad.
Al respecto, me gustaría aclarar el término homofobia, apegado a su significado original. De acuerdo a su raíz griega: homo significa “igual, idéntico”, o bien hace referencia a los homínidos, antecesores del hombre actual, según el darwinismo. En cuanto a “fobia”, se refiere a tener miedo irracional. Por lo tanto, en el estricto sentido de la palabra, podemos entender que homofobia se refiere al miedo que puede tenerse a algo de naturaleza idéntica o bien a algún homínido.
Sin embargo, el uso ha generalizado y acomodado esta expresión para designar el rechazo hacia los homosexuales. Ya desde este punto encontramos un desacuerdo. Porque la gente que defendemos el matrimonio entre hombre y mujer, tenemos el mismo derecho de expresar nuestra opinión y convicciones como el más acendrado defensor de la uniones homosexuales. Cabe destacar que aquí no se trata de atacar, de ningún modo, a las personas por sus preferencias sexuales, sino de preservar la institución del matrimonio que hasta hace poco, el Estado también defendía porque significa la preservación de la especie y la riqueza de una nación. Tampoco pretendemos negarles sus derechos, pues sólo por ser seres humanos los tienen, su condición homosexual no los excluye de nada.
Sin embargo, es necesario que alcemos la voz y dejemos en claro que los cristianos católicos no podemos estar de acuerdo en que se eleve a rango de “matrimonio” una unión entre dos hombres o dos mujeres. Por una simple razón: ese no es el plan de Dios.
San Pablo, repetidas veces advierte sobre este asunto; en su carta a los Romanos, en pocas palabras hace un análisis profundo de la idolatría y sus consecuencias, mencionando que una de ellas es la impureza: Por eso Dios los entregó a las apetencias de su corazón hasta una impureza tal que deshonraron entre sí sus cuerpos; a ellos que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en vez del Creador, que es bendito por los siglos. Amén. Por eso los entregó Dios a pasiones infames; pues sus mujeres invirtieron las relaciones naturales por otras contra la naturaleza; igualmente los hombres, abandonando el uso natural de la mujer, se abrasaron en deseos los unos por los otros, cometiendo la infamia de hombre con hombre, recibiendo en sí mismos el pago merecido de su extravío. (Rom 1, 24-27)
Además, creo que hay que dar su justa medida a este problema: no todas las parejas homosexuales están interesadas en casarse. Yo conozco varios casos. Creo que es distinto hablar de un contrato en el que se les reconozca la posibilidad de heredarse sus bienes u otorgarse servicios médicos o de seguridad, que no sería precisamente un matrimonio, como ya se hacía en el Distrito Federal. Estamos hablando de algo muy serio y que a la larga derivará en la destrucción de la familia, atacando por principio al origen: la unión entre hombre y mujer.
Estimados amigos y amigas, yo respeto a los seres humanos sin importar sus condiciones de vida, raza, nacionalidad, religión y preferencia sexual. He vivido de cerca con seres extraordinarios a quienes admiro por su valentía y honestidad al reconocer sus inclinaciones homosexuales, porque son personas que durante mucho tiempo han sufrido abuso, discriminación y humillación y que, a pesar de ello, han logrado superarse en la vida y más aún, reconocer su debilidad y hacer lo correcto para sí mismos y su familia. Tengo en mi mente a una persona adulta que, a sus catorce años, se alejó de sus seres queridos por no dar mal ejemplo a sus hermanos menores (palabras textuales).
Sin embargo, mi primer deber es con Dios y debo poner acento en que cuando recito el Credo me apego a las enseñanzas de la Iglesia, lo cual no quiere decir que me haya convertido en juez de nadie, cada persona tiene su propia historia y no sabemos que hay en su experiencia de vida. Por eso sólo me apego a mi fe y pongo de manifiesto mi defensa del matrimonio entre hombre y mujer y la prolongación de la especie en la familia.
Dios no quiere divisiones. Podemos tener opiniones distintas pero ante sus ojos, todos somos iguales, ojalá nunca lo olvidáramos.
Que tengan una excelente semana.