Por Miguel Aranguren |
A veces salgo de casa cuando la ciudad duerme, obligado a tomar el primero de los trenes de larga distancia que Madrid bombea hacia muchas de las capitales de provincias. Me gustan esas horas en las que la gente buena y la menos buena tiene la conciencia atrapada por los sueños, cuando los haces de luz de las farolas rompen la oscuridad y las calles parecen inocentes, como si la actividad desenfrenada de la urbe fuese una gran mentira. Desde el taxi, camino de la estación, me llama la atención una mujer junto a un parterre. ¿Qué hace a esas horas solitarias? Pasea al perro. Y no es la única. Aquí y allá van y vienen paisanos a los que la mascota les ha sacado de la cama para hacer un primer pipí. Me asombra su capacidad de sacrificio –mortificación lo llamaríamos si el fastidio tuviera un sentido religioso-, sobre todo la de aquellos que, además, se han molestado, con las legañas pegadas a los ojos, en vestir a su perro con un abriguito que le proteja del frío.
Yo también tengo perro, un animal de compañía al que aprecio y que, en efecto, me acompaña cuando salgo de paseo o nos vamos de excursión. No es la alegría de la huerta, sobre todo con los extraños, y vive obsesionado con comer. Cuando acudo a una tienda del ramo a comprarle pienso, no salgo de mi asombro al descubrir la expansión de ese negocio. Hay algunas cuyo tamaño compite con el de los supermercados, lineales atiborrados del nombrado pienso, de comederos y bebederos, de correas, peines y cardas, de toda clase de ropa canina, de viseras para el sol y botitas, de premios y aperitivos… Gatos, hurones, roedores, pájaros y reptiles también tienen sus secciones propias. En la caja, de colofón, encuentro anuncios de psicólogos, masajistas y hasta gurús del yoga dispuestos a atender a tu mascota a un precio imposible para la mayoría de los bolsillos.
Las redes sociales están copadas por fotografías y vídeos que pretenden demostrar que los animales domésticos –a veces, también los salvajes- tienen reacciones de una humanidad ejemplarizante: el abrazo de un labrador a un niño desvalido, la amistad entre una gaviota y un delfín, el caballo que es un caballero ante una vaca lechera… Deseos imposibles, sublimados por aquellos que, si tuvieran que elegir, se quedarían con su perro, su gato o su hurón antes que con el resto de la humanidad.
No niego que algunas mascotas –sobre todo los canes- expresen una querencia afectiva. El mío hace cabriolas cuando llego a casa, un número cuasi circense que me tiene reservado (por algo soy el encargado de rellenar su escudilla). Y se tumba a mis pies con paciente fidelidad mientras escribo. Pero, puestos a elegir, no tengo dudas de que me preferiría a cualquier persona, incluso si no estuviésemos bien avenidos, pues lo que en la bestia son solo compases del instinto (más o menos elaborados según cada especie), en el ser humano es un caleidoscopio en el que cabe la esperanza de lo bueno y hasta lo sublime.
En España están floreciendo las necrópolis para quienes los genios de la venta llaman “tu mejor amigo” (¡pobre quien tenga por mejor amigo a una mascota!), una tumba de granito, un columbario, la posibilidad de convertir las cenizas del perro o del gato (también de la gallina, digo yo) en un diamante con forma (también digo yo) de colmillo o espolón. No es algo nuevo, lo sé. Los habitantes de la vieja Europa llevan años desfilando con gravedad hacia la tumba del caniche. También en los EE.UU. el enterrador ofrece al dueño del camaleón lanzar la primera palada de tierra sobre la caja de pino o cerezo. Y en Japón -país pasional, a pesar de la aparente frialdad de su gente- comercializan toda una gama de productos de lujo destinada a estos personajes de cuatro patas, con la que hacen su agosto por el resto del planeta.
Me resulta sencillo dejarme llevar por la demagogia: enfrentar en un cristal a cualquiera de esos animales que exigen carísimos tratamientos de peluquería con un niño de la calle de cualquier barriada miserable. Pero no lo voy a hacer porque son realidades distintas (la distinción la marca la dignidad intrínseca del hombre) y porque no es malo poner los esfuerzos que cada cual juzgue necesarios en beneficio de las bestias, que también son criaturas de Dios. El problema aparece con la sustitución de los afectos, cuando el corazón se cristaliza ante las necesidades de los demás y se rompe en arrobos con su mascota.