Por Jaime Septién

Tener un sueño situado en el pasado –dicen los psicólogos— puede indicar la existencia de algo que quiere salir a la superficie de la vida de la persona. Quizá lo mismo ocurre con la historia de un país.  Viajar hacia atrás e investigar la realidad de un personaje como el que en este número tratamos –Agustín de Iturbide— es, periodísticamente, traer al presente un olvido y una enseñanza de algo que necesita iluminar la actualidad. En este caso, la persona que hizo posible la consumación de nuestra independencia nacional.

Si a cien mexicanos preguntamos quién fue Iturbide, 95 nos contestarán que un traidor a la patria; cuatro nos dirán que no tienen ni idea y uno saldrá en su defensa. Igual exagero.  No importa. Traer a la luz la verdad histórica –que nunca coincide con la verdad oficial— significa, simple y llanamente, poder sacar lecciones que sirvan para comprender el presente. Y proyectar el futuro de una nación.

¿Qué podemos tener en claro de la participación de Iturbide en el movimiento que inició el padre Hidalgo?  Algo muy curioso para los mexicanos: su espíritu de unión que coincidió con una fuerte, muy fuerte espiritualidad católica.

Nadie fanfarronea frente al pelotón de fusilamiento. Las últimas palabras de Iturbide son premonitorias: «Mexicanos: en el acto mismo de mi muerte, les recomiendo el amor a la patria y la observancia de nuestra santa religión, ella es quien los ha de conducir a la gloria. Muero por haber venido a ayudarles y muero gustoso porque muero entre ustedes. Muero con honor, no como traidor: no quedará a mis hijos y su posteridad esta mancha.  No soy traidor, ¡no!».

Si alguien le apuesta a forjar la transformación de México, debe aprender esa «otra parte» de su historia.

 

Publicado en la edición impresa de El Observador del 15 de julio de 2018 No.1201

Por favor, síguenos y comparte: