Prácticamente todo México estuvo de acuerdo cuando, en su Plan de Iguala, Agustín de Iturbide propuso que el nuevo país fuera gobernado por una monarquía constitucional, presidida por un miembro de la dinastía de los Borbones. Se suponía que el trono de México fuera ofrecido a Fernando VII de España o algún otro miembro de su familia.
Hoy en día parece absurdo que Iturbide y su gente creyeran realmente que Fernando VII se avendría a abandonar el trono español para venirse a gobernar el nuevo país, pero en su momento la idea no era tan mala, dado que Brasil se había independizado recientemente de Portugal y había dejado como primer gobernador a un miembro de la casa real portuguesa.
Además hay una justificación importante: los reyes legítimos no salen de la nada; son miembros, por la sangre, de dinastías ya consagradas, así que si México iba a tener un rey, éste debía ser por la fuerza de sangre real. Esto puede parecer extraño para el hombre de hoy, pero en esa época era una cuestión vital, y así hemos de entenderla si hemos de comprender el siglo XIX mexicano.
Los historiadores liberales, como son todos de filiación republicana, atacan duramente a Iturbide por haber querido un régimen monárquico. Pero, en primer lugar, México entero quería la monarquía. Hidalgo mismo quería a Fernando VII en el poder. México había sido una monarquía en tiempos de los uey tlatoani mexicas y durante los 300 años de virreinato. Y todas la potencias europeas tenían un régimen monárquico. Así, para los mexicanos de la época, la monarquía era el sistema obvio para implantar en México.
Incluso los políticos que después se convirtieron en feroces enemigos de Iturbide reconocieron que, al principio, o estuvieron de parte de la monarquía, o carecieron de alternativa por ofrecer.
Cuando se desplomó el proyecto de traer a un Borbón para gobernar México, el proyecto monarquista siguió adelante. Mas ahora el problema era otro: si no viene alguien de sangre a reinar, ¿quién deberá ser nuestro monarca? Entonces resultó obvio para toda la gente que el único mexicano que podía ser emperador era el mismo Agustín de Iturbide. No había rival alguno; nadie pretendió competir contra el consumador de la independencia nacional. Si cualquier otro ciudadano se hubiera presentado como candidato, habría provocado la hilaridad general. Entonces fue entronizado Iturbide como Agustín I, emperador de México.
La elevación al trono de Agustín I fue un acto verdaderamente democrático, un reclamo popular. Así los mexicanos impusieron su primer proyecto de nación.
Por Diego García
TEMA DE LA SEMANA: ITURBIDE, EL GRAN OLVIDADO DE LA HISTORIA
Publicado en la edición impresa de El Observador del 15 de julio de 2018 No.1201