Por Fernando Pascual
En cada conversión ocurre algo que transforma profundamente una vida. En lugares diferentes, en épocas distintas, por caminos sencillos o sorprendentes, hombres y mujeres han dejado un modo de vivir lejos de Dios para empezar a creer en Cristo y en su Iglesia.
Si miramos al inicio de la Iglesia, el mismo Evangelio narra conversiones como las de Mateo, Pedro (tras negar a Cristo), Zaqueo, una samaritana, un ladrón desconocido en el Calvario, y el famoso Pablo (de perseguidor a discípulo apasionado).
Luego, la historia se tiñe de miles de historias concretas. Como la de Agustín de Hipona (354-430), que pasó de una vida sin frenos y de su adhesión al arrianismo, hasta convertirse en uno de los grandes Padres de la Iglesia.
O la conversión de Francisco de Asís (1181/2-1226), soldado y juglar, que un día dejó sus proyectos mundanos para seguir a Cristo pobre, humilde y confiado plenamente en la Providencia del Padre.
Tras las huellas de Francisco, y de un modo sorprendente, Raimundo (Ramón) Llull (1232-1315/6) se convierte de su vida de infidelidades a su esposa mientras mira la imagen de Cristo crucificado, y llega a ser un apasionado misionero entre los musulmanes.
Ignacio de Loyola (1491-1556), soñador y aventurero, deja su vida de ambiciones y amoríos gracias a la lectura de historias de santos de otras épocas. Si ellos pudieron lograr la santidad, ¿por qué Ignacio no podría?
Blas (Blaise) Pascal (1623-1662) abandona su vida de diversiones y de genialidad intelectual tras un momento fulminante que dejó escrito en unas páginas (conocido como Memorial) que llevaba siempre consigo como recuerdo de ese instante que lo llenó de alegría.
Ya más cerca de nosotros, sorprende la conversión de Alfonso María de Ratisbona (o Alphonse Marie Ratisbonne, 1812-1884), quien en una iglesia de Roma recibió la inesperada aparición de la Virgen. Tras el impacto de este hecho, dejó su antiguo estilo de vida, se bautizó y años más tarde se hizo sacerdote católico.
Hermann Cohen (1820-1871), niño prodigio y caprichoso, jugador empedernido, recorre poco a poco un camino interior que le lleva primero a la fe católica, luego a la vocación como carmelita descalzo (toma el nombre de Agustín), y finalmente lo convierte en un gran promotor de la adoración nocturna.
Charles de Foucauld (1858-1916), rico, aventurero y lleno de entusiasmo por la buena vida, deja todo su pasado para vivir como un pobre cualquiera y testimoniar así la maravilla de la fe católica entre los musulmanes.
Adolfo Retté (1863-1930) era un gran promotor del ateísmo con una amante que le llenaba de pasión. Tras diversas dudas y lecturas fue capaz de acoger a Cristo y de empezar el camino sencillo y alegre de vivir como católico.
Alexis Carrel (1873-1944), médico de fama merecida e incrédulo de todo lo que estuviera fuera de la ciencia empírica, se convierte al presenciar en primera persona una curación ocurrida en Lourdes.
Manuel García Morente (1886-1942), filósofo español, casado con una católica que respetó su agnosticismo, pudo dar el salto de la fe primero con un camino racional y luego tras una visión mística que narraría en su escrito «El hecho extraordinario».
Edith Stein (1891-1942), judía no creyente, queda fulminada gracias a la lectura de santa Teresa de Ávila. Se bautiza, entra en un convento de carmelitas, y termina sus días en un campo de exterminio.
Giovanni Papini (1881-1956), que escribió un libro lleno de blasfemias y de odio contra Cristo, publicó años más tarde otra obra en la que narraba su aventura interior, con expresiones llenas de humildad:
«El autor de este libro escribió otro, años ha, para contar la melancólica vida de un hombre que quiso por un momento ser Dios. Ahora, en la madurez de los años y de la conciencia, ha intentado escribir la vida de un Dios que se hizo hombre» (G. Papini, prólogo a «Historia de Cristo»).
André Frossard (1915-1995), amante de la vida y de la belleza, ateo de segunda generación e hijo de una familia comunista, entra en una iglesia para sacar de allí a un amigo y sale con una fe fulminante. Escribirá años más tarde su famoso libro «Dios existe, yo me lo encontré».
Y la lista sería larga, larga, con nombres como C.S. Lewis (casi católico…), G.K. Chesterton, E. Waugh, V. Messori, F. Hadjadj, J. Fadelle, T. Guénard, con un etcétera que sigue abierto y nos sorprende con historias de hombres y mujeres que caminan a nuestro lado.
Detrás de cada historia, hay dudas, hay combates, hay oposiciones, hay sencillez, hay heroísmo, hay gracia. Se produce así el hecho decisivo: la apertura de la mente y el corazón a la gran certeza de que Cristo es el Hijo de Dios vivo, que vino al mundo para rescatar a los pecadores, y que sigue presente y activo en su Iglesia.