Por Jaime Septién

La madrugada del 7 de mayo murió en París a los 90 años uno hombre bueno: Jean Vanier, fundador del Arca y Fe y Luz.  Recuerdo haberlo entrevistado muy de mañana, cuando visitó las comunidades en México.  No se me borrará jamás la impresión de aquel ex oficial de la marina quien, desde 1964, al iniciar El Arca en Trosly-Breuil (Francia) se dedicó a erigir casas-comunidades donde las personas con diferentes discapacidades y abandonadas o institucionalizadas, viven con quienes los cuidan como una familia.

Fue una mañana fresca en El Arca de Querétaro.  Había pájaros, café.  Hablamos del cuerpo roto, de la necesidad de curar nuestra herida social en los más indefensos, de la esperanza que surge de mirar sin condescendencia ni lástima a los pequeños del reino…  Hablamos del amor al otro, de la gratuidad, del compromiso verdadero.  En El Arca no se vive «por un rato» con los discapacitados: se vive para siempre.

Solía repetir esta frase: «No somos llamados por Dios para hacer cosas extraordinarias, sino para hacer cosas ordinarias con un amor extraordinario».  Al salir, don Mario de Gasperín, entonces obispo de Querétaro (hoy emérito) y quien esto escribe, quedamos callados. Habíamos recibido el aluvión de un grande que se hizo pequeño por los más pequeños: la única vía del hombre para volverse humano. Descanse en paz.

Publicado en la edición impresa de El Observador del 12 de mayo de 2019 No.1244

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