Por P. Fernando Pascual

Uno de los fenómenos que nos caracteriza como humanos es la capacidad de pronunciar promesas. En cada una de ellas formulamos un compromiso ante otro u otros de realizar un acto concreto o de vivir de una manera determinada.

Al analizar este fenómeno surgen varias preguntas: ¿por qué hacemos promesas? ¿Queremos de verdad comprometer nuestro futuro según lo que pensamos y sentimos en el presente? ¿Somos capaces de cumplirlas? ¿No existen promesas malas? ¿Qué hacer cuando empieza a flaquear nuestro interés hacia lo prometido?

Otro aspecto de las promesas consiste en quedar atados, en cierto modo, con quien las recibe. Si prometí a un amigo ayudarle en su trabajo por remodelar la casa sé que mi tiempo futuro debe ajustarse a esa promesa, aunque me cueste.

En un texto sin fecha de su «Diario metafísico», el filósofo Gabriel Marcel reflexionaba sobre este hecho desde una experiencia suya.

«Prometí el otro día a C… que volvería a visitarle en la clínica en que agoniza desde hace unas semanas. Promesa que en el momento de formularla me pareció brotar del fondo de mí mismo. Promesa debida a una ola de compasión: está desahuciado, él lo sabe, y sabe que yo lo sé».

En esas líneas se percibe la belleza de la amistad, la compasión ante el sufrimiento del amigo, y el deseo de estar cerca de quien lo necesita. Marcel prosigue su reflexión con las siguientes líneas:

«Han pasado varios días desde mi visita. El estado de cosas que dictó mi promesa no se ha modificado, no puedo sobre este punto hacerme ilusión alguna. Debo poder decir, sí, me atrevo a asegurar, que me inspira siempre la misma compasión. ¿Cómo justificaría yo un cambio en mi disposición interior, puesto que nada ha sobrevenido que haya podido alterarla? No obstante, debo confesar que mi compasión sentida el otro día no es hoy sino una compasión teórica. Juzgo todavía que es desgraciado, que hay que compadecerle, pero el otro día ni se me hubiera ocurrido formular tal juicio. Era perfectamente inútil. Mi ser no era más que impulso irresistible hacia él, deseo loco de ayudarle, de mostrarle que estaba con él, que su sufrimiento era el mío.
Debo reconocer que este impulso ya no existe y que no está en mi mano sino el imitarlo por un artificio del que algo en mí se niega a quedar burlado. Todo lo que puedo hacer es observar que C… es desgraciado, solitario y que no puedo abandonarlo; por otra parte, he prometido volver; mi firma está al pie de un contrato y este contrato está en su poder».

El sentimiento de compasión que fue causa de una promesa puede esfumarse, hasta quedar convertido en un recuerdo o una idea. Pero la promesa está hecha, y Marcel lo sabe. Tras el paso del tiempo le gustaría experimentar hacia su amigo lo que había sentido al comprometerse a visitarle de nuevo, pero los sentimientos cambian…

Este texto refleja, con una sinceridad sorprendente, cómo los seres humanos estamos sujetos a cambios profundos en nuestros modos de pensar y de sentir, al mismo tiempo que somos capaces de mantener una promesa aunque pueda resultarnos costosa.

Lo importante, en toda promesa, es descubrir qué deseo de hacer el bien queda protegido a través de un compromiso, compromiso que puede quedar reforzado desde la confianza en Dios. Así será posible mantener acciones concretas orientadas a ayudar a un familiar, un amigo, un conocido.

A pesar de los cambios interiores, una promesa buena seguirá en pie si somos capaces de ir más allá de los sentimientos y de secundar una voluntad que desea no solo ser fiel a esa promesa, sino sobre todo a las personas que esperan ese esfuerzo nuestro por ayudarlas en tantas necesidades de la vida humana.

Por favor, síguenos y comparte: