Por P. Fernando Pascual
Las apariencias engañan. Lo hemos escuchado muchas veces. Lo hemos experimentado, en ocasiones, con pena.
Porque una cosa es la apariencia y otra la realidad. Este reloj parecía bueno. No dura ni tres días. Esta comida parecía sana. Provoca una fuerte infección intestinal.
A pesar de todas las críticas a las apariencias, tenemos que reconocer que vivimos continuamente de apariencias.
Lo bueno, si no aparece como bueno, no es escogido. Lo cual significa aceptar que hay apariencias «buenas», las que nos guían hacia elecciones válidas.
Entonces, no podemos despreciar en bloque las apariencias, sino que hemos de buscar modos eficaces para distinguir entre apariencias malas y apariencias buenas.
Una apariencia será mala si nos hace suponer que algo benéfico sería dañino, o si nos engaña al presentar lo dañino como benéfico.
Una apariencia será buena si desvela que hay un mal presente en esta fruta, o si nos indica que esta bebida es la que ahora más nos conviene.
El ser humano no consigue alcanzar una visión completa de las cosas, ni tiene un saber que le lleve a percibir en cada momento lo que sea realmente bueno para él y para otros.
Por eso dependemos continuamente de conocimientos imprecisos, de opiniones sujetas al error, de consejos que nos guían aproximativamente en tantas decisiones de la vida.
En el marco de esa imprecisión humana, saber reconocer las apariencias buenas permite evitar errores que pueden llegar a ser graves, y orientar mejor las decisiones en vistas a acercarnos cada día un poco más al verdadero amor hacia Dios y hacia los hermanos.