Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

El reconocido historiador Enrique Krauze cuenta en su estudio: «México en clave bíblica» (De Héroes y Mitos, TusQuets, pg. 75) una anécdota familiar, acaecida durante la celebración de la tradicional cena pascual judía.

Llegado el momento de contestar las preguntas rituales sobre el significado del Pesaj, el abuelo dejó a su pequeño nieto que proclamara la Hagadah, o relato de la liberación de Israel de Egipto. Sin más, el pequeño, formalmente vestido, dijo: «Dios vio que los judíos habían sufrido mucho y le dijo a Moisés que sacara a su pueblo de Egipto. Mandó las plagas y los judíos se fueron. Y Dios le dijo a Moisés: busca la Tierra prometida y funda mi ciudad en una gran laguna donde encuentres una águila sobre un nopal devorando una serpiente». Entre el regocijo y el estupor provocado en celebración tan solemne, el agudo historiador anota cómo el inconsciente colectivo, cultivado desde los albores de la Colonia, penetró ya en ese pequeño judío de cuatro años y, con la mayor soltura, empalmó el éxodo israelita con el mexicano.

Las grandes culturas persisten y se fecundan mutuamente. De una religión o de una fe se dice que está inculturada cuando sus creencias, lenguaje e instituciones, generan estilos de vida capaces de sostener con sus valores una digna convivencia humana. La fe así inculturada se inicia en el seno materno y se vive en la calle del pueblo. Ejemplo preclaro es el hecho Guadalupano.

Los evangelizadores y cronistas intentaron interpretar y encontrar sentido a la sorprendente realidad que les tocó vivir. Recurrieron para ello a imágenes y textos bíblicos y dar inspiración plena a su obra evangelizadora y civilizadora. Llegaron así  hasta el exceso de pretender descubrir en estas tierras y en sus pobladores   -después de confrontar creencias y rituales-, similitud y hasta identidad con las legendarias tierras de Ofir, con alguna tribu perdida de Israel, o con la venida del apóstol santo Tomás.

La preferencia por los personajes bíblicos se debió a que sus hazañas y renombre servían para afianzar las proezas de los héroes locales. Memorable es el paralelismo que logra Motolinía entre los sufrimientos de los entonces pobladores y las plagas de Egipto, cuando, dice: «hirió Dios y castigó esta tierra y a los que en ella se hallaron, así naturales como extranjeros, con diez plagas trabajosas». Durán y Torquemada equiparan la peregrinación de los mexicanos al éxodo judío. Lo mismo  hicieron los predicadores en sus sermones y los catequistas con el teatro evangelizador.

Para exaltar a sus héroes, Mendieta comienza la serie comparando a Cortés con Moisés y, en épocas posteriores, -con referencia siempre a la obra de Krauze-, Iturbide fue llamado «Moisés americano»; Morelos, por su acendrado patriotismo, fue nombrado «Profeta de la nueva religión»; Santos Degollado fue comparado con el perseguidor Antíoco; Miramón, con Judas Macabeo; Santa Ana, con el Mesías; Bulnes llama a Don Benito «católico a la antigua», y luego se le acumulan títulos bíblicos como Apóstol, Mártir, Redentor, Mesías mexicano; Madero fue apodado Mesías de la libertad; a Don Porfirio lo equipararon al Rey Salomón y la obra educativa de José Vasconcelos se calificó de misión y de apostolado.

La edición de la obra de Krauze aquí citada es de 2010, y remata su análisis con este dato: «El capítulo más reciente en la breve historia del mesianismo mexicano lo escenificó Andrés Manuel López Obrador en su campaña presidencial en 2006». Y añade esta reflexión: «La mejor lección que podemos extraer de la idea mesiánica, es evitarla a toda costa. Frente a la misión divina, la virtud ciudadana». ¿Bastará?

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