Por P. Fernando Pascual

Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, tiene muchos modos de comunicarse con nosotros, hombres y mujeres llamados a existir desde Su Amor y para amar.

Uno de esos modos está en la naturaleza, en la riqueza de bellezas y armonías que encontramos en lo grande y en lo pequeño, en el cuarzo y en los laureles, en las truchas y en los ruiseñores.

El mundo que nos rodea expresa una capacidad inagotable de compartir belleza, de manifestar ternura, de difundir amor.

En el Evangelio, Jesús nos invita a descubrir el lenguaje del Padre en el cuidado que manifiesta por los lirios, por las aves, por las creaturas más pequeñas (cf. Mt 6,26-30).

La mirada contemplativa sabe descifrar los miles de mensajes con los que Dios nos habla en la naturaleza, hasta el punto de que cantamos, como san Francisco, su ternura y su presencia en el hermano sol y en la hermana luna.

Pablo VI, en un texto autógrafo publicado tras su muerte, expresaba su asombro agradecido ante esa naturaleza que tanto nos permite ver a Dios.

«En esta última mirada me doy cuenta de que esta escena fascinante y misteriosa es un reverbero, es un reflejo de la primera y única Luz: es una revelación natural de extraordinaria riqueza y belleza, que debía ser una iniciación, un preludio, un anticipo, una invitación a la visión del Sol invisible…» (Pablo VI, «Meditación ante la muerte»).

En un mundo donde muchos sucumben a las prisas, al activismo, a la esclavitud de tecnologías que pueden producir obsesiones dañinas, observar el vuelo de una abeja o escuchar el canto de una golondrina liberan al alma para que recuerde y dé gracias al Dios de las maravillas.

También hoy Dios nos habla en sus humildes y sencillas creaturas, en los amaneceres que invitan a la alabanza y en los atardeceres que empujan al recogimiento y a la gratitud por tantas realidades que nos han acompañado en la misteriosa y apasionante aventura de la vida…

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