Por P. Fernando Pascual
A lo largo de los siglos el mal ha buscado cómo destruir la obra de Cristo. La lista de asaltos del pecado es larga. Uno de ellos consiste en promover un cristianismo sin Cristo.
¿Cuándo ocurre eso? Cuando los católicos se limitan a mirarse a sí mismos y olvidan su origen. Cuando buscan escuchar al mundo y no a Dios. Cuando se entregan al activismo y dejan de lado la gracia. Cuando niegan que exista el pecado y no sienten necesidad de ser redimidos.
El peligro de un cristianismo sin Cristo se ha dado y se da cuando la sociología sustituye a la catequesis, cuando el afán de triunfos mundanos ahoga la invitación a confiar en el Padre, cuando hay más preocupación por los medios que por la apertura al Espíritu Santo.
Sobre todo, ese peligro se hace presente cuando la larga historia de santos queda ensombrecida por un esfuerzo desorientado para escuchar la voz del «presente» de un modo horizontalista, vacío, sin auténtica sintonía con el Evangelio.
Frente a ese peligro, hace falta volver a mirar a quienes, desde el primer grupo de discípulos hasta nuestros días, escucharon y escuchan al Maestro, identifican la presencia del pecado en la propia vida, y se abren, humildemente, a la acción salvadora de Cristo.
Porque llegar a ser cristianos, pertenecer a fondo a la Iglesia católica, solo es posible cuando los corazones se abren a la Redención de Cristo, desde un reconocimiento sencillo y sincero de la propia condición de pecadores, y desde la certeza de que la Cruz es el único camino que nos salva.
«Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo. Y si encontré misericordia fue para que en mí primeramente manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en Él para obtener vida eterna» (1Tm 1,15 16).
Cada generación humana necesita escuchar la invitación del Señor: «Convertíos, porque el Reino de los Cielos ha llegado» (Mt 4,17). Ese Reino ha llegado, precisamente, a partir de la Encarnación del Hijo de Dios, de su Pasión, Muerte y Resurrección.
Por eso la Iglesia, en su esfuerzo por ser fiel a su Fundador, hace suyas en cada generación las palabras de san Pedro: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hch 2,38).