Por Jaime Septién
Cuántas cosas piadosas (o inútiles) confundimos con el verbo evangelizar. Hablar bonito, decir muchas veces Dios, elevar los ojos al cielo, vestir desaliñados, ir los domingos a Misa, dar una limosna (cuando me ven) al pobre…
Los obispos hondureños, recientemente, nos acaban de dar una buena lección a todos (no nada más a los obispos y a los sacerdotes): evangelizar también es denunciar. Lo hicieron por medio de la carta del Mes Misionero Especial. En ella cruzaron el puente y desde la otra orilla, la de los verdaderos profetas, le dijeron al gobierno que el grave problema de Honduras es, entre otros, que el “flagelo del narcotráfico” (Papa Francisco) no está en otro lugar sino en las mismísimas instituciones encargadas de velar por el bien de los ciudadanos. Es decir, en el gobierno.
En estos días se estaba llevando a cabo el juicio (en Nueva York) por narcotráfico, portación de armas y por mentirle a las autoridades estadounidenses, del hermano del presidente de Honduras. Sin dudarlo mucho, los prelados del país centroamericano escribieron este párrafo lapidario: el narco “cuenta con el apoyo de hombres sin escrúpulos, es una realidad que ha permeado las instituciones de nuestro país y, en consecuencia, ha provocado un deterioro acelerado de la imagen de nuestra nación”.
En Honduras (y en cualquier otro lado de nuestra sufrida región) escribir esto es arriesgar el pellejo. Pero esa es la misión profética de la Iglesia católica. Los obispos al frente.