Por Mónica Muñoz
Todos los días nos levantamos para ir a trabajar, dejar a los niños en la escuela, asear la casa, comprar la comida, subirnos al transporte público o a nuestro vehículo, caminar, hablar con mucha gente, preparar alimentos, dar de comer a los hijos o personas que dependen de nosotros, en fin, siempre es lo mismo, todos tenemos un ritmo acelerado de vida y pareciera que nada podría ir mal hasta que un evento inesperado llega para cambiarlo todo. Es entonces cuando nos damos cuenta de lo afortunados que somos de tener una vida rutinaria, sinónimo de tranquilidad y estabilidad.
Son esas crisis las que hacen que nuestro ritmo vertiginoso tome un receso para contemplar la vida y, muchas veces, reflexionar sobre el sentido que tiene cada acción que llevamos a cabo. Creo que todos hemos escuchado alguna vez a alguien comentar que, ante un accidente o evento traumático, ha visto pasar toda su vida como si fuera una película. Cada detalle, aún aquellos que la memoria mantiene ocultos, salen a la luz, provocando en la persona un deseo de regresar el tiempo para evitar lo malo y aprovechar al máximo los momentos perdidos.
Y es que es muy fácil desperdiciar la vida. Si acostumbráramos a tomarnos un tiempo para pensar en los pocos años que vive el ser humano, quizá daríamos más importancia a lo esencial y dejaríamos a un lado los rencores y malentendidos, sabedores de que, en cualquier instante, podremos morir sin haber dado su justo valor a cada persona, actitud o sentimiento, porque estamos tan acostumbrados a creer que nada más lo que nos pasa a nosotros merece nuestra atención y la de los demás, que, cuando llega la desgracia a la gente que nos rodea, nos mostramos indiferentes. ¿Acaso ellos valen menos que nosotros, o sus problemas no son tan graves como creemos que son los nuestros?
Es necesario que nos sensibilicemos ante el sufrimiento ajeno, no somos las únicas creaturas del universo, en este mundo viven 7 mil millones de personas, cada una distinta y digna, pues salimos de las mismas manos creadoras. Dios nos pedirá cuentas de lo que hicimos para ayudar a nuestros semejantes, aunque sea algo sencillo, como saludar con afecto, tratarlos igual, no menospreciar a nadie, evitar hablar mal de ellos, aun cuando nos molesten o desagraden. Cada acto, por pequeño que parezca, nos irá haciendo más semejantes a Dios, cada vez que vencemos nuestro egoísmo para pensar en los otros, estaremos más cerca de la perfección, pues cada persona tiene una razón de ser en este mundo, nada hay que sea producto de la casualidad, mucho menos una vida humana.
Hoy, que está de moda ver con admiración los comportamientos que en el pasado eran una aberración contra la sociedad, hoy, que una minoría quiere implantar su voluntad a la mayoría, utilizando todos los medios posibles para hacer publicidad, aún cuando con eso atropellen los derechos de terceros, en nombre de la libertad que tal parece, no está hecha para todos, hoy que se ha dejado a Dios en el olvido para suplantarlo con esoterismos y supersticiones o hasta con satanismo, preguntémonos con sinceridad: ¿qué sentido tiene la vida?, ¿verdaderamente estamos preparados para morir?, porque nadie es eterno y el tiempo vuela. Estamos a punto de dejar atrás este año, sin embargo, la situación de nuestro país pareciera que no tiene remedio, por lo que, en lugar de unirnos y rogar a Dios por la Patria, nos hundimos en el mar de los reclamos y el odio, ahogados por la incomprensión para los que piensan diferente y no ejercen el valor del respeto para los que se atreven a levantar la voz en contra de las injusticias.
Por eso, meditemos con humildad ¿qué sentido tiene mi vida, verdaderamente estoy marcando la diferencia en mi casa, lugar de trabajo o escuela?, ¿mis palabras y acciones ayudan a otros a querer mejorar o sirven para arrastrarlos a los vicios, porque resulto ser una mala compañía?, ¿verdaderamente estoy preparado por si acaso a Dios se le ocurre llamarme a cuentas?, ¿qué le voy a decir, qué ofrenda le entregaré, una colmada de diversiones vanas, obras vacías, vanidades y egoísmos o una llena de buenas obras, sacrificios, renuncias, amor verdadero y desprecio por el pecado, esa palabra que tanto desagrada a los mundanos porque les recuerda que están llevando su vida al precipicio, del cual no se regresa y más valdría evitar?
Es tiempo de que decidamos bien qué hacer de nuestra vida, todos decimos estar hartos de la delincuencia, la inseguridad y la inacción de nuestras autoridades, pero pocos son los que toman la decisión de dejar de quejarse y hacer algo para mejorar su entorno, pues las actitudes, emociones y sentimientos se contagian. Cada quien debe tomar su parte y colaborar para que encontrar la solución a los problemas que nos aquejan, sólo entonces comenzaremos a notar que hay cambios y, lo mejor de todo, estaremos imprimiendo un sentido de eternidad a nuestras obras. Seamos parte de la solución, no del problema.