Por Jaime Septién

Entiendo por qué a muchos laicos, sacerdotes, obispos, incomoda el Papa Francisco. La razón de fondo es que su palabra y su testimonio nos desafían. Nada tememos más que aquello que puede sacarnos de la zona de confort.

Lo mismo pasaba con Jesús y sigue pasando con los santos. A fuerza de escuchar los Evangelios hemos ido aprendiendo a olvidarlos o, cuando no, a adaptarlos a nuestra conveniencia. Si dice algo sobre la pobreza, lo trasladamos a la «pobreza de espíritu». Si algo sobre la Cruz, le ponemos el rostro de un prójimo que tenemos que «aguantar», etcétera.

Hace poco, el Papa recibió a un grupo de laicos, reunidos en Roma para reflexionar sobre su identidad y su misión en el mundo. Lejos de endulzarles el oído con frases bonitas, Francisco les (nos) dijo: «Crezcan, sean autónomos, creativos, emprendedores, no se queden infantiles». Cinco acciones que construyen la Iglesia.

Acostumbrados a «dejárselo a los curas», nos hemos quedado niños. Un catolicismo infantil, degradado, hecho de buenas intenciones y piadoso. Globos, camisetas, cantos y alguna que otra procesión. ¿Es eso lo que Jesús quería significar cuando nos pedía ser perfectos como el Padre celestial es perfecto? Obviamente, no.

Hay que cruzar el río, ir a la otra orilla, caminar por el camino por el que nadie quiere andar. Ser amigos fuertes de Dios tocando la realidad. No se trata de predicar. Muchos queremos nadar y guardar la ropa. O te echas un chapuzón o te quedas tranquilo en la sombrita. Es nuestra elección.

Publicado en la edición impresa de El Observador del 24 de noviembre de 2019 No.1272

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