Por Tomás de Híjar Ornelas
“El mal y el bien provienen del mismo linaje”: Juan Villoro
Si Andrés Manuel López Obrador no fuera Presidente de México, sino todavía el eterno aspirante a esa magistratura suprema, afirmar que Hernán Cortés cometió el primer fraude de la historia de México pasaría sólo como la balandronada de un político oportunista; pero como ya lo es, lanzar un guijarro de ese tamaño a los estoicos o coludidos espectadores de sus ruedas de prensa «mañaneras» el 19 de noviembre del año en curso es por lo menos bochornoso.
Y así se lo seguirán pitorreando los que con toda la evidencia posible le han reprochado que México como tal nació el 28 de septiembre de 1821, al firmarse el Acta de Independencia del Imperio Mexicano en el mismo lugar donde él ahora despacha, y no en el puerto de Veracruz, al tiempo de crearse el primer cabildo, a iniciativas de Cortés, que era escribano, y recibir en ese acto, del primer cabildo en el macizo continental americano, una investidura ciertamente dudosa pero que no puede considerarse el nacimiento de México, sino, en todo caso, del proceso que a la vuelta de poco más de 300 años hizo nacer una entidad jurídica que desde 1824 se denomina oficialmente Estados Unidos Mexicanos.
Pero, si bien se ve, tampoco le podemos reprochar a nuestro Presidente que hable como lo hace, es decir, como hijo de una época en la que la historia patria se aprendía desde el esquema nacionalista del siglo XIX, que necesitaba de argumentos tan demoledores como el que AMLO hizo suyo sólo para colocarse ante los reflectores de la opinión pública como un «desfacedor de entuertos», para decirlo con Cervantes.
El Presidente de México, por respeto a su investidura, no debe más esgrimir argumentos que no se sostienen ni en la razón, ni en el sentido común, y sí acometer, con el mucho crédito que aún conserva entre las bases sociales, expectativas que depositaron en él millones de mexicanos hartos de lo mismo: mucha palabrería, poca acción y nada qué cambiar.
Por eso, tal vez, podamos sugerirle que aproveche, si aún no lo hace, ver la película recién estrenada por Todd Phillips, con guion de Scott Silver y un elenco en el que se lleva los lauros Joaquin Phoenix, producida por Warner Bros. Pictures e inspirada en el que entre los hispanohablantes de México conocemos como Guasón, personaje del comics Batman, que los ahora otoñales conocimos siendo niños.
El planteamiento medular del filme, a juicio de este columnista, no es el que, comentándolo, Juan Villoro –que no es teólogo ni aspira a serlo, como yo tampoco lo soy– condensa en el epígrafe aquí usado, sino todo lo contrario: Arthur Fleck, el protagonista, no es la víctima de una sociedad enferma de egoísmo e hipocresía, sino de sí mismo, toda vez que de las reales laceraciones que ha recibido en su historia personal sólo ha cosechado falta de amor, es decir, odio, que lo potencia en el peor de todos, el odio a sí mismo, que sólo tiene dos salidas airosas: la autodestrucción fulminante o la pausada y enfermiza, que es la que consigue propalar, en la trama que aquí se desarrolla, para evidenciar, con maestría, que en la historia no hay buenos y malos, víctimas y verdugos, héroes o villanos. Sólo hay criaturas ajenas a un sentido humanizante y redivivo.
Y bien, si el cristianismo aún tiene algo que aportar –algunas briznas de él podrían pizcarse en la sobredicha película, pero muy débiles, insuficientes– sólo puede hacerlo así: desde la lógica del ladrón que al lado de Jesús, impetra su indulgencia: «Señor, apiádate de mí cuando estés en tu Reino».