Por Tomás de Híjar Ornelas

“El liberalismo, con sus falsos dogmas de sus falsas libertades, es un protestantismo larvado y un catolicismo adulterado” Leonardo Castellani

Como formo parte de uno de los presbiterios más copiosos del mundo, el de Guadalajara, compuesto por 1500 eclesiásticos según las cuentas más recientes del Anuario Pontificio, luego de leer con atención el artículo de Luis Herrera «Iglesia católica en retirada de Jalisco», en el que con datos duros presenta la «dramática pérdida de legitimidad del discurso eclesiástico» y el acelerado proceso de secularización en una comarca de muy hondo arraigo católico, debido a dos factores:

el «avance progresivo de valores práctico-morales no religiosos entre la población, y la pérdida de consenso en torno a la autoridad de la Iglesia para imponer su visión en cuestiones de moralidad individual», he ponderado ese texto con otro también apenas publicado en Roma el 12 de diciembre, el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz del 1º de enero de 2020, cuyo tema es «La paz como camino de esperanza: diálogo, reconciliación y conversión ecológica».

En él, el Papa Francisco sostiene que las acciones pastorales de la Iglesia en el mundo no pueden ser las premisas de la teología del bienestar, o sea las de un protestantismo larvado y un catolicismo adulterado.

No usa las de su correligionario jesuita y paisano al que citó el epígrafe de esta columna, pero propone algo que mucho nos falta a los agentes de pastoral: «trabajo paciente basado en el poder de la palabra y la verdad», como medio para «despertar en las personas la capacidad de compasión y la solidaridad creativa» que hagan caer «las cadenas de la explotación y de la corrupción, que alimentan el odio y la violencia» en nuestros días.

Según las cuentas del Papa, «toda guerra se revela como un fratricidio que destruye el mismo proyecto de fraternidad, inscrito en la vocación de la familia humana», y «comienza por la intolerancia a la diversidad del otro», o sea, el «deseo de posesión y la voluntad de dominio», como vemos pasa cuando las relaciones se convierten en ambiciones hegemónicas, abusos de poder, miedo al otro y considerar la diferencia como un obstáculo.

A su juicio, la causa de tan perniciosos efectos es «la perversa dicotomía de querer defender y garantizar la estabilidad y la paz en base a una falsa seguridad sustentada por una mentalidad de miedo y desconfianza, que termina por envenenar las relaciones entre pueblos» hasta «impedir todo posible diálogo».

Eso nos pasó, comprobamos ahora los mexicanos, con dolor e impotencia, merced a gobiernos que no sólo sostuvieron figuras de la talla de un tal Genaro García Luna, sino que avalaron todo un sistema que hizo del miedo un baluarte y un pretexto para provocar una guerra que ahora parece no tener fin.

Si a los católicos de por acá –obispos, clero y fieles laicos– aún nos quedan arrestos para no seguir esquivando nuestra competencia como tales, ser sal de la tierra y luz del mundo, no nos queda más remedio que dedicarnos, como nos pide Francisco, a edificar «una ética global de solidaridad y cooperación al servicio de un futuro plasmado por la interdependencia y la corresponsabilidad entre toda la familia humana de hoy y de mañana».

Para alcanzarla, él mismo recuerda que la paz sólo se alcanza si es, en este orden, un «camino de escucha basado en la memoria, en la solidaridad y en la fraternidad», de modo que ni se repitan las tropelías del pasado y tengan las riendas del gobierno «artesanos de la paz abiertos al diálogo sin exclusión ni manipulación», orientados sólo por «la búsqueda incesante del bien común».

Publicado en la edición impresa de El Observador del 29 de diciembre de 2019 No.1277

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